viernes, 11 de enero de 2013

Uno de Guillermo de Torre

EL ARTE DE SER JOVEN Pero ¿quiénes son éstos? La especificación merece algún rodeo. Ser joven, así, a secas, no significa absolutamente nada. Es algo inevitablemente biológico. Todos lo han sido, lo son, o están en trance de serlo -con arreglo a la partida de nacimiento corpóreo, ya que no espiritual-. Ahora bien, lo difícil, lo que muy pocos consiguen, es ser dignos de la juventud, “saber llevar” esta edad, no como una rosa en el ojal, sino en la obra: inyectar en ésta la palpitación virgen, el estremecimiento creador que les posee, para quedarse después erguidos y alertas, dispuestos a nuevas y frescas acciones y reacciones ante la vida. Mas no se infiere de estas restricciones que propendo a disminuir el papel de la juventud, movido de un prurito desconcertante contra los jóvenes, contra aquellos que inevitablemente están a mi nivel en el tiempo, ya que no en el espacio de las intenciones. Aspiro únicamente a precisar el concepto de la juventud auténtica, marcando sus diferencias con la apócrifa. Si la fórmula aforística fuese válida, yo diría que la juventud auténtica es aquella que permaneciendo perfectamente consciente de sus dotes pone una discreta elegancia en no hacerlas sentir demasiado; mientras que, por el contrario, la juventud apócrifa se nos muestra -sea cual sea la edad en que encarne- con un impuro descaro exhibicionista. Porque la explotación de la juventud puede ser tan impura como la explotación del éxito o de la senectud. Ningún joven verdadero deberá convertirse en un empresario de eso con que los apócrifos especulan pomposamente llamándolo “mi juventud”. Porque ¡hay tantos jóvenes apócrifos y hay tantas juventudes equivocadas o sumidas en una prematura senectud! Precisamente, así en España como en América, ¡se ha entendido tan mal el deber de esa edad juvenil! Las sirenas del pretérito, del conformismo, ululan siempre con demasiada fuerza en los puertos de embarque juveniles. Recordaré siempre el caso de aquellos pintores aprendices en la Academia oficial madrileña que, en cierto momento, para asegurar la salvación de su ánima, se apresuraron a declarar espontáneamente y orgullosamente que ni el cubismo ni ninguna otra de las modernas fórmulas pictóricas habñia llegado todavía a ellos... afortunadamente -subrayando con una inocencia especial esta última palabra: afortunadamente-. Que es como si un jefe de estación dijera que el tren X que hacía quince años que debió llegar allí, no había llegado aún “afortunadamente”. Con todo, lo urgente es dignificar la “edad de oro”, la “edad ingrata” o la edad sin memoria -o como se guste llamarla- de la juventud. Es un espectáculo bochornoso el que ofrecen esos jóvenes, que a veces ya no lo son, y que cifran toda su presunta novedad en el hecho de aplicarse escrupulosamente al calco de los modelos encontrados en la guardarropía de sus antecesores inmediatos; o bien en repetir hueramente con un acento de “tradicional” -lo llamo así por desacrediado- anarquismo cuatro borrosos latiguillos, hablándonos de los fueros de la juventud, de la “necesidad de exterminar a los viejos” y fáciles canturrias de esa índole. La actuación de esos individuos que he llamado antes “antropopitecos enmascarados” hace lícitas y justificables aquellas irónicas palabras de Cocteau cuando afirmaba que “los jóvenes son casi siempre los campeones de una vieja anarquía, con cuyos gruesos conceptos se llenaban la boca y los oídos”. Con esta admonición a los jóvenes que se dejan arrastrar por la fácil pendiente del conformismo o del iconoclastismo -ambas son igualmente reprobables- no pretendo vulnerar susceptibilidades, sino señalar riesgos y evitar peligros. Ortega y Gasset ha dicho que existen épocas de viejos y épocas de jóvenes: épocas acumulativas y épocas eliminadoras y que la actual es una generación desertora. Sin contradecir -dada la perspectiva general que dicta tal aserción- más exacto me parece apostillar que dentro de toda generación caben dos fases: fase destructora y constructiva: eliminadora e integral. En la primera fase es permisible que la juventud se arrostre salutíferamente a las más encrespadas negaciones, sienta la duda cartesiana de todo y emprenda el replanteamiento radical de los problemas espirituales y estéticos. Esta actitud no implica un libertinaje nefado; al contrario, facilita el primer paso hacia una afirmación nueva, hacia un sistema de verdades intactas, hacia un orden nuevamente estructurado. Recordaré esta frase: “Toda afirmación profunda necesita ir precedida de una negación profunda” -decía sutilmente el agudo revelador del Secreto profesional.” “Destruir es construir” -. Y yo agregaría: quien no pretende edificar nada no tiene por qué derribar ninguno de los iconos más o menos respetables que le legaron sus antepasados. Pero tal fase previa ha de ser prontamente superada. Quedarse en ella es signo de inanidad. Rebasarla es signo de vitalidad, posibilidad de pervivencia. Guillermo de Torre

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