domingo, 20 de mayo de 2012

La patología del ser de Martínez Ocaranza / Enrique González Rojo

La patología del ser de Martínez Ocaranza En la producción lírica de Martínes Ocaranza, como en la de otros muchos poetas, es posible, conveniente y hasta necesario distinguir dos épocas. La primera arranca con el libro Al pan pan y al vino vino de 1951 y termina con el haz de sonetos el Otoño encarcelado de 1965. La segunda abarca cuatro textos relevantes: La elegía de los triángulos (1974). Elegías a la muerte de Pablo Neruda (1977), La patología del ser (1981), y La edad del tiempo (1982). Entre 1968 y 1974 hay un periodo de silencio donde el poeta, en proceso de maduración y cambio, posiblemente gestó un puñado de poemas intermedios que no quiso publicar. Sea como sea, podemos afirmar que así como el verdadero Manuel José Othón comienza con Poemas rústicos, Díaz Mirón con Lascas, González Martínez con Silenter y José Gorostiza con Muerte sin fin. Aunque sus obras procedentes no dejen de tener cualidades estéticas dignas de tomarse en cuenta. Ramón Martínez Ocaranza aparece con voz propia, intensa e inconfundible que los caracteriza a partir de la Elegía de los triángulos. Si leemos con atención los cuatro libros que conforman la segunda época del poeta michoacano, advertimos que hay algunos temas, alusiones y acentos que diferencian unos poemarios de los otros, pero también que existe un común denominador o una infraestructura intencional que los convierte en partes de un todo. La Elegía de los triángulos hace énfasis en la mitología náhuatl y en la hierofanía purépecha y, muy dentro del espíritu de Pascal, pone entredicho a la razón geométrica desde un espirit de finesse que le hace decir socarronamente que es en las tabernas donde “crecen los conceptos”. Las Elegías a la muerte de Pablo Neruda exalta el lado cainista del ser humano y la ubicuidad del odio, o, como dice “amor vestido de candados”. La patología del ser pone el acento, si deseamos parafrasear a Max Sheler, en el puesto del hombre mal hecho en un cosmos abortado. La edad del tiempo está plagada de un extremo al otro de “meditaciones existenciales” con alusiones intencionadas y corrosivas al mundo clásico y mitológico. La patología del ser es, a mi manera de ver las cosas, no sólo el título de un libro, el extraordinario texto publicado en 1981, sino el tema englobante y el parámetro filosófico, épico y moral donde se afirman y desarrollan los versos, epigramas, manifiestos y hasta “novelas” que conforman el siniestro y al propio tiempo bellísimo mundo lírico de Ramón. El ser patológico hace acto de presencia, pues, no sólo en el libro consagrado a su problemática, sino en todos los demás. Que en esto hay un absesión, nadie puede dudarlo. Pero cada vez estoy más convencido de que el verdadero poeta no escribe poemas aislados unos de otros y libros caracterizados por su unicidad, sino que, a veces sin sospecharlo, escribe un solo poema, personal e intrasferible. Esta es la razón que me lleva a afirmar que los cuatro libros de la segunda etapa de Martínez Ocaranza no son otra cosa que los diversos cantos o cantares, en el sentido qe le da al término Ezra Pound, donde se va desplegando con sus llagas, sus pústulas y su sufrimiento la patología del ser. Ramón Martínez Ocaranza no proviene directa y servilmente de ninguna de las escuelas, tendencias o generaciones poéticas de nuestro país. Ni del modernismo, ni del posmodernismo, ni siquiera de la vanguardia, no está cerca de Los contemporáneos o de Paz. No hay afinidades con Alí Chumacero o con Rubén Bonifaz Nuño. Es posible hallar algunos puntos de contacto con Efraín Huerta, pero, a mi entender, no es ni muy ostensible ni muy significativo. Quizá haya mayor cercanía de Ramón con un novelista y cuentista como José Revueltas, que con los poetas mexicanos que le antecedieron o fueron sus contemporáneos. No es aventurado decir, por eso mismo, y en cierto sentido, que si Revueltas es el “novelista de las cloacas o del lado moridor”, Ramón es el “poeta de la podredumbre y las lobregueces”. De todo lo anterior hay que deducir una conclusión, y decirlo de manera resuelta y sin taxativas: Ramón Martínez Ocaranza es un poeta único en la poesía mexicana del siglo XX. Si no estamos equivocados en nuestra apreciación, es lógico que nos preguntemos ¿por qué un poeta de esta importancia, de esta envergadura, de esta originalidad no ha tenido el reconocimiento que se merece? Tres causas saltan a la vista, entre otras, que nos explican el olvido y la subestimación, para decirlo lo menos, que se tiene por la obra poética de Ramón, el ser un poeta de provincia, el no pertenecer a ninguna mafia literaria y el sostener una posición política radical. Martínez Ocaranza, en efecto, se vio perjudicado en vida y después de su muerte por ser un escritor y maestro que vivió principalmente en su querida Morelia, por amarrarse a los mástiles de la independencia ante el canto de sirena de las mafias y por ser comunista. La honestidad política y la honestidad poética son, sin duda, los rasgos relevantes y perpetuamente reproducidos en su conducta. ¿Qué es, para Martínez Ocaranza, la patología del ser? La convicción de que la realidad en su conjunto se halla enferma. Que es defectuosa. Que está mal estructurada. En una intuición primera y esclarecedora, el ojo del poeta descubre, como si llevase a cabo la fenomenología de un caos, un lodazal o un estercolero, que la realidad está mal hecha. La patología no es atributo de una parte de la realidad o de ciertos entes, sino del ser en cuanto tal. La patología abarca al cosmos, a las creencias humanas, a la sociedad, al individuo, y al propio poeta. La teratología del cosmos salta a la vista cuando advertimos, con Ramón, que “el binomio de Newton nada vale/ junto a la maldición de las estrellas”. Las convicciones religiosas, Dios y los ángeles, la mitología en su conjunto también se hallan averiados. “La escala de Jacob está podrida”. Dice, con un nudo en la garganta, nuestro poeta. La antropomorfización de las deidades es tal que Martínez Ocaranza, como Luciano de Samosata, tiene que reconocer que “los dioses también son sexomaníacos” , y hasta que “ser ángel es una condición de perro muerto” . Enferma, maltrecha y monstruosa es también la sociedad. Tanto que Martínez Ocaranza dice, con un escupitajo de tinta: “¡qué fantasmas! ¡qué monstruos! ¡qué bisnietos/ tataranietos de patología”. Los hombres, temerosos de verse, de comprobar sus deformaciones y defectos, “inventaron teogonías por miedo a los espejos”. E incluos la comprobación de la enfermedad incurable que padece la sociedad, cuestiona, problematiza y hasta arroja a la esfera de lo imposible al ingenuo proyecto de la emancipación social. “Y vámonos al diablo Camaradas. Que la conciencia está podrida”. El individuo no escapa de este mundo de llagas, lobregueces y estridencias. Si no nos detenemos en la superficie, sino que buscamos el trasfondo y el soporte, hallamos en los espíritus más preclaros un origen bestial. Dice Ramón, por eso, “Pitágoras es nieto de los nietos de los tataranietos de un gorila”. El desorden nace, se desarrolla y se eterniza en el universo mundo “cuando Caín camina por la tierra”. Pero lo más dramático de todo es que el poeta, el que denuncia la purulencia y el morbo en el cosmos, las creencias, la sociedad y el individuo, también está inmerso en la enfermedad: “yo soy mi maldición” -Dice Martínez Ocaranza. “Yo soy mi cueva” - “Yo soy el bosque de mis aquelarres” o también: “todo mi corazón está podrido”. El denunciante, pues, acaba por denunciarse. No obstante, un coágulo de luz, que participa en la oscura ambigüedad que la conforma, le permite decir “Yo me llamó Caín, yo soy mi muerte”. Como escribe María Teresa Perdomo, en su texto riguroso y profundo Ramón Martínez Ocaranza. El poeta y su mundo: el autor “se sintió vivir en personajes abyectos, trágicos, desagradables, fue Raskólnikov, Caín, Edipo o Karamasov”. Hasta el poeta, pues, se encuentra enfermo y la poesía -pretendida proclama la libertad- sufrede no sé qué padecimientos secretos. “Yo soy – dice entonces Ramón- el adjetivo de la muerte”. Patología del ser o ser de la patología. El don de ubicuidad lo tienen más que Dios la estridencia, la disfunción y el sufrimiento. La patología del ser universaliza la locura, y la poesía debe convertirse, y se convierte en Martínez Ocaranza, en el “sermón del manicomio” Esta patología del ser es, simultáneamente, la patología del tiempo. La sucesión de las diversas formaciones sociales en la diacronía de modalidades distintas de la insania. Decir que en el seno de lo viejo se genera lo nuevo es igual que aducir -o denunciar- que en las entrañas de un padecimiento están las premisas del siguiente. Cada enfermedad va acompañada de su sintomatología específica. Quizás el síntoma más elocuente de la patología del ser, en su fase contemporánea, es la bomba atómica, esto es, la desintegración al máximo de los átomos que conforman, según Demócrito y Epicuro, el alma humana. La lectura atenta de los últimos poemas del profesor, me llevan a la hipótesis, que no quiero silenciar, de que en Ramón hay una cierta desilusión, que no deja de estar justificada, del materialismo histórico y dialéctico tomado como sistema doctrinario. Desilusión que lo conduce no a contraponerse al marxismo, sino a guardar distancias con él y, ya sin referencias dogmáticas o preconcebidas, a abrirse a la expresión y procesamiento de sus propias inquietudes, convicciones y torturas personales. Si la primera parte de su obra está realizada bajo el signo de la cosmovisión socialista y del optimismo revolucionario, la segunda, donde Ramón da con el acta de nacimiento de su propia voz, desfase los entuertos del prejuicio para dar con los vericuetos de su locura fecunda y memorable. Es importante subrayar que un sistema cerrado, que no corresponde a las necesidades emancipatorias ni a las perspectivas individuales, frecuentemente empuja a planteamientos y concepciones contrapuestas a su enfoque. Siento que en Ramón había, e ignoro con qué grado de conciencia, ciertos residuos religiosos (aunque, desde luego, no dogmáticos) que, aplastados durante su periodo marxista, salen a flote ahora con toda libertad y honradez. El poeta de La patología del ser, ya no escribe en y desde un materialismo filosófico cabal. Mientras que para el poeta materialista carece de sentido blasfemar, pedir un sentido a la vida, enloquecer por la ausencia de una ordenación teleológica o saberse, lleno de angustia, en la patología ontológica, para Ramón que va más allá de los poetas malditos. La salud, en la medida en que se pueda hablar de ella. No está sino en la conciencia de la enfermedad. Martínez Ocaranza es un poeta “de la rabia y la blasfemia”, como puntualiza Perdomo, porque sus viejas concepciones, enhorabuena, le hicieron crisis. Enhorabuena, digo, porque su cambio de terreno teórico y afectivo abrió la posibilidad, que fue realizada por el acucioso y emotivo trabajo del final de su vida, de dar a luz al gran poeta que es Ramón Martínez Ocaranza. Quienes se han ocupado de la obra de Ramón, ponen el acento de que ella está influida por la Biblia -sobre todo el antiguo testamento- Shakespeare, Dostoievsky y Lautrémont, etc. Yo quiero destacar otro influjo u otra coincidencia: la que existe entre la última poesía del profesor, y los gnosticos primitivos, contemporáneos, como Simón el mago y sus sucesores, del cristianismo inicial. El gnosticismo sostiene, entre otras cosas, las siguientes tesis centrales y muy características: a)Este mundo que vivimos está mal hecho. Más que hablar de creación hay que hacerlo de engendro. b) La idea de que su autor es Dios es una falacia o un espejismo. Su creador fue un demiurgo suplantador o el mismo demonio. c) El supremo bien no puede tener nada que ver con un universo (y su eón respectivo) que es irracional, perverso y nefasto. d) El hombre posee, pese a todo, un fragmento de la pasión divina, que lepermite desechar este mundo de tinieblas e imaginar la pléroma o sea el mundo de la plenitud, depósito de las esencias. Creo que no es difícil hallar los puntos de contacto entre las tesis de Basilides, Carpócrates o Valentín y las ideas que animan el discurso poético de Ramón. Es posible advertir idéntico descontento por la disfunción del cosmos y la injusticia humana. Dios aparece en la poesía de Ramón, dice María Teresa Perdomo, “como fuerza incomprensible llena de locura, absurdo y crueldad”. Y Oralba Castillo Nájera hace ver que en la “macabra y siempre bellísima sinfonía” de Ramón “Satanás dirige la orquesta”. El poeta michoacano no sólo critica, como Nietzsche, la moral de los humanos, sino que, a lo grande, con manotazos y blasfemias, enjuicia a la creación y no retrocede ante la idea o el deso de que Dios se suicide “por su siniestro oficio de arquitecto de idiotas”Martínez Ocaranza, consciente de que el vate es el profeta, el que vaticina, el que anuncia apocalipsis y redenciones, se autoproclama “el último profeta” y se ve a sí mismo predicando “en la sinagoga de la última ceniza”. Y ¿qué es lo que predica? ¿cuál es su evangelio? “yo vine a predicar -dice- la última transmigración de palabras”, esto es, de palabras-conciencia, de palabras -denuncia, de palabras- blasfemia. En ocasiones va más allá de los gnósticos y llega a afirmar, más bien a gritar o aullar: “Yo no creo en las parábolas del Nuevo Testamento. Yo creo en las maldiciones del Antiguo Testamento.” Martínez Ocaranza suscribiría la tesis del gnóstico Valentín de que el mundo es producto de un error y los humanos son en esencia deficientes. El residuo religioso que campea en su obra, lo hac volver a la concepción tradicional de la caída del hombre: “de god en dog el hombre se transmigra”. Un materialismo filosófico radical y congruente considera, a diferencia del pensamiento místico, que el hombre no ha sufrido una caída, no ha pasado del paraíso a la tierra, no ha devenido de Dios en perro, sino que nació desvalido, aplastado por su medio ambiente y por sus semejantes. En este contexto, su “destino histórico” no es levantarse para recuperar el punto desde el que se despeñó, sino conquistar posiciones y alturas nunca conocidas. Su pasión es, pues, el salto más que el levantamiento. Y aquí hay otro drama, que no se identifica con el de Ramón o del gnosticismo. Para comprenderla plenamente a la poesía bíblica y al propio tiempo blasfemante de nuestro poeta hay que mostrar, por otro lado, el lugar desde el cual se anuncia. Brota de un anhelo de perfección, de vida plena, de ciencia humanizada, de predominio del amor. En la pugna, puesta de relieve por Empédocles, entre el amor y la discordia ha ganado la discordia. Ramón dice, por eso: “jugamos al amor y nos ganó la muerte”. Ha triunfado, pues, lo que une, sino lo que divide. Pero el amor, replegándose, se vuelve perspectiva y pugna por levantar cabeza. Los euquitas o mesalianos, (orantes), una de las sectas gnósticas más curiosas, hacen énfasis en la contraposición entre le mundo inferior de las tinieblas (al que pertenecemos junto con nuestro demiurgo) y un mundo superior de luces donde reina el verdadero amor. Nuestro mundo ha sido creado por el diablo, el cual habita, además, en cada hombre. Hay, pues, la necesidad de un combate sin cuartel contra el demonio, lucha que puede llevarse a cabo con la única arma que el hombre dispone (o sea la plegaria) porque afortunadamente hay un corpúsculo de luz en el alma de cada individuo. Ramón es una especia de euquita que yergue su plegaria o su cantar sobre el soporte, a veces silenciado, pero nunca ausente, del amor o del odio-contra-el-odio. Martínez Ocaranza es consciente de que la muerte ha invadido hasta el amor: “¡Amor! ¡Amor!/ Palabra tristemente descompuesta”. Por eso ubica al amor no en la pasividad y en el disfrute de sus mieles y bienaventuranzas, sino en una trinchera: “El odio contra el odio es la más pura belleza del amor”. Perdomo dice con toda propiedad: “La critica que Martínez Ocaranza hace al hombre de todos los tiempos... lleva latente la sospecha intuitiva de que todo puede ser de otro modo más limpio, claro y armonioso”. Ramón está pidiéndole constantemente un sentido a la vida y le horroriza no hallarlo. Resulta ajena a su punto de vista y a su estado de ánimo la afirmación de que, en realidad, no hay un sentido (o una teleología) que preexista al hombre. El ser humano, en este contexto, es el animal que le da sentido a la vida o la bestia que actúa persiguiendo fines. Pero antes de él, a sus espaldas, no hay sino materia en movimiento, no hay sino leyes, grados, determinaciones, condicionamientos. Tal vez se puede, entonces, disentir del enfoque filosófico que subyace en la poesía de Ramón. Pero, independientemente de ello, hay algo indudable: en esta cosmovisión apocalíptica,gnóstica y desesperada, y no en otra, es donde se pudo manifestar el poeta de grandes vuelos que llevaba consigo Martínez Ocaranza. Ramón coincide también con el existencialismo sartreano, el cual, negaba la existencia de Dios, pero, añorando el sentido de la vida que el pensamiento religioso trae aparejado, comprobada la espantosa contingencia y facticidad de todo se veía presa de la llamada náusea metafísica. A decir verdad, tanto la filosofía existencial como algunos planteamientos posteriores de Marguerite Yourcenar, Emile Cioran y Henry Laborit tienen evidentes puntos de contacto con el viejo y por lo visto nunca muerto gnosticismo. Quiero hablar, por último, de las virtudes, características y singularidades formales de la poesía de Martínez Ocaranza. Para entender la importancia y la significación de la aportación lírica del poeta de Jiquilpan, siento que es necesario no sólo aludir al qué de su poesía, sino al cómo. La primera y la segunda etapas en que se puede dividir la obra poética de Ramón, no se diferencian únicamente en el distinto y a veces hasta opuesto carácter del contenido o el mensaje, sino en el diverso status estético gestado a partir de una disímil conformación expresiva. Si en la primera etapa hay un entramado de formas diversas de versificación y rima, que culminan incluso con los sonetos del otoño encarcelado, en la segunda se emplea como vehículo esencial de comunicación el verso libre, esto es, el verso deliberadamente irregular que prescinde del “organillo melancólico” de la rima. En este segundo periodo, la metáfora, ese ingrediente fundamental de la efusión poemática, deja su terreno habitual de cosa ingeniosa, preciosista y sorprendente, es decir, de bibelot lírico. Ahora resurge como exclamación, aullido o desgarramiento, en una palabra, como “un chorro de sangre en la conciencia” que es la definición que de ella nos da Ramón en su autobiografía. La forma natural y elocuente de expresar la patología del ser no podía ser la forma clásica, romántica o modernista. Tenía que ser violenta, paradójica y ambivalente. La poesía de Ramón, desde la Elegía de los triángulos hasta La edad del tiempo, sin olvidar su poema la Vocación de Job, es una poesía que, en contraposición a su primer libro dice al pan vino y al vino pan, poesía deliberadamente ambigua, difícil en veces, elíptica cuando se le ocurre, hermética en momentos cruciales, clara como el agua cuando el poeta quiere compartir con nosotros algunas de sus úlceras. En ocasiones, no demasiadas a decir verdad, Ramón gusta del juego de palabras y hasta sepuede hallar cierta similitud entre la forma que lleva a cabo esto Xavier Villaurrutia, como cuando decía: “La vi/ la vid/ la vida” y la manera en que lo hace de cuandoen vez nuestro poeta: “¡Qué leyenda que pudo ser de sexos encontrados/ De cesos encontrados/ deseosos encontrados”. Pero yo me atrevería a decir que en nuestro trágico poeta más que haber juegos lúdicos de palabras, hay relaciones torturadas y torturantes de ellas. No es un juego para producir placer, sino para provocar sufrimiento o por lo menos inquietud. Ramón demanda lectores que abandonen su manera habitual de enfrentarse a un escrito. Requiere amantes de la poesía que se involucren en el drama humano que está viviendo y reviviendo, y no aquellos que pasivos y papando sus propias neuronas, permanecen al margen del tiempo apocalíptico que atraviesa la poesía. Tal es la razón por la que a muchos nos costó trabajo llegar a comprender al poeta. La metamorfosis que debe tener lugar en los lectores de Ramón, no es de fácil acceso y en ocasiones exige un abandono radical de camino trillados y prejuiciosos. Sin embargo, cuando la persona se logra ubicar en el sitio adecuado para aprehender el mensaje en torno al ser-que-padece-de-una-enfermedad-estructural, saltan a la vista no sólo el elan del contenido sino las virtudes de la realizacón. Y es entonces que uno no puede menos que estar de acuerdo en que “El único lenguaje verdadero es el llanto”, como dice Martínez Ocaranza, o en que el tono bíblico, el empleo de ciertos recursos superrealistas, la belleza puesta al servicio de la fealdad (Bebe magnolias. Para que aprendas a matar culebras) o su predilección por la palabra tarántula en lugar de los vocablos cisne o búho, como dice Oralba Castillo Nájera, adquieren un sentido preciso, original y contundente. Enrique González Rojo Revista Deriva, no.21 Ciudad de México diciembre 2010 Director José Francisco Zapata

jueves, 10 de mayo de 2012

Manuel Silva Acevedo escribe sobre Paisaje de tres gritos de Marco Fonz

Gritar desde los márgenes Todos hemos contemplado alguna vez con la piel erizada el famoso cuadro del expresionista noruego Edwar Munch, “El grito”, donde una figura humana despavorida abre la boca desmesuradamente para lanzar un larido en medio de un puente tendido sobre el marasmo de una realidad turbulenta y amenazante. Pero ¿qué es un grito? ¿por qué se grita? ¿a quién se grita? Según el diccionario de la RAE, el grito es la manifestación vehemente de un sentimiento que expresa la queja de un dolor agudo e incesante o la petición de algo cuya falta se vuelve insoportable. ¿Qué es entonces lo que grita Paisaje de tres gritos de Marco Fonz? En primer término, en el “Paisaje del primer grito” se rinde tributo a Jacobo Fijman, poeta ruso-argentino cuya marginalidad acérrima lo empujó a un hospicio psiquiátrico en el que finalmente murió, sin que hasta hoy las letras argentinas le reconozcan un lugar no obstante haber pertenecido a una promoción de escritores tales como Oliverio Girondo, Leopoldo Marechal y Jorge Luis Borges. A su vez, el “Paisaje del segundo grito” está expresamente dedicado a Leopoldo María Panero, poeta español que constituye todo un caso en la historiografía literaria de su país. Panero, que es poseedor de una vasta cultura, vive recluido en un sanatorio para enfermos mentales y desde allí produce libros de poemas, narrativa y ensayos ampliamente difundidos y apreciados. El tercer grito está dedicado al poeta gaditano Carlos Edmundo de Ory y a su esposa Laura Lacheroy de Ory. Carlos Edmundo de Ory es un poeta de oculto y también de culto que en los años cuarenta fundó el postismo, movimiento marginal cuyo nombre es a contracción de postsurrealismo. ¿Estamos acaso ante un elogio de la marginalidad o más bien esta es considerada aquí como una frontera desde la cual el artista puede denunciar y desconstruir el “orden establecido” bajo el imperio de la razón fría y eficiente? Tal vez el próposito de este conjunto de poemas sea tan sólo el de delimitar por medio de la palabra poética un territorio fronterizo donde el artista, el joven poeta, pueda existir en plena libertad, sin sujeción alguna a una moral o a unas reglas que huelen a podrido, aun al precio de su soledad y autodestrucción. No en vano, Marco Fonz hace dialogar a Panero con Isidore. Ducasse, muerto a los veinticuatro años, enfermo y abandonado, que bajo el pseudónimo de Conde de Lautréamont publicó en 1868, en París, los célebres Cantos de Maldoror, que fueron en su tiempo y siguen siendo una bofetada a las “buenas conciencias”. Desde esta perspectiva marginal, de los bordes, el autor traza una suerte de epopeya del joven poeta enfrentado a las contradicciones feroces de un mundo dominado por gélidos dictámenes finacieros y constreñido por un orden moral la mayoría de las veces tartufesco y farisaico: “No vive la moral en los poetas/ y si la hubiera/ sería una mala leche/ que habría que escupir.” El poeta entonces decide intentar desatar el nudo que atenaza la existencia humana: “Comencé a leer el libro de la vida/ cuando a mitad del libro,/ páginas adelante,/ pequeñas moscas escapaban”. De ahí que proponga : “Escribir otra vez el libro de la tierra/ el libro de hueso/ el libro del relámpago/ el libro del consejo/ el libro de la sangre.” Tal parece se la ambiciosa aspiración de estos poemas que recurren al grito para hacerse escuchar. Es decir, reescribir la historia humana desde las raíces mismas, para poder recuperar la cordura y la lozanía juvenil que un mundo apoyado únicamente en la razón fría y utilitaria ha terminado por extraviar. ¿A caso los poetas, los vates, los guardianes del mito, no deberían se los centinelas que alerten al género humano sobre el peligro de llevar la vida por caminos sin corazón? Sí, pero la realidad suele ser otra... “Los viejos poetas con verrugas en el ego/ ¿con qué papel se limpian?/ ¿en qué papel escriben?” El joven poeta comprende entonces que primero es preciso despertar del letargo de la autocomplacencia: “Desde donde duermo soy/ responsable del árbol de los sueños/ aunque no lo vea/ aunque sólo escuche/ su feroz imagen/ dando para mí/ dolor que duermo”. En esta empresa sobrehumana, el joven poeta no se llama a engaño. Sabe que carece de las fuerzas necesarias para cambiar el orden de las cosas y se siente torpe e impotente, digno de burla y escarnio: “Alguien cortó mis mangas de camisa/ alguien zurció el cuello de mi suéter/ alguien llenó de garbanzos mis zapatos”... “No encuentro en ningún mapa la voz/ del joven poeta...”. No obstante, con tono visionario, este texto sobresaliente -que es todo un arte poética- entrega las claves de un nuevo canto capaz de refundas el mundo: “El mundo truena cuando gira/ hay que tener oído para eso/ hay que tener oído para todo./ El crecer del pasto salvaje/ el aletear de la domesticada aurora/ el acento grave de las nubes/ el suave respirar del inconsciente/ hay que tener oído para eso/ hay que tener oído para todo./ La ventanas gritan cuando solas/ el terraplén canta cuando llueve/ la situación bosteza cuando cansa/ y las estatuas sus inviernos lloran/ hay que tener oído para eso/ hay que tener oído para todo.” “Hay que tener oído para todo”, parece gritarnos a la cara estos versos notables y no es poco lo que exigen. Para terminar, diré que Paisaje de tres gritos me parece la epopeya del joven poeta que lucha a grito desnudo y solo con las armas de la palabra por encontrar un lugar en el mundo que no entrañe un acto de sumisión o hipocresía, a sabiendas de que ello le granjeará como a Ducasse, a Fijman, a Panero y a Ory ser empujado hasta los márgenes. Manuel Silva Acevedo Santiago de Chile, julio de 2005

viernes, 4 de mayo de 2012

Del blog de Iliana Vargas sobre Guadalupe Dueñas: Para no perder el nombre

Para no perder el nombre: Guadalupe Dueñas El siguiente texto es una presentación que debía publicarse en una plaquette/homenaje a Guadalupe Dueñas; sin embargo, por no cumplir con los tonos institucionales, no se incluyó. Comparto también un breve texto que en su momento apareció publicado en la Revista de Bellas Artes, en el que, de manera soslayada pero ácida, la autora hace una reflexión crítica y atinada sobre el entreguismo de ciertos escritores. Guadalupe Dueñas fue narradora, guionista de telenovelas, ensayista y colaboradora de algunas revistas literarias, particularmente de Ábside, la primera en publicar uno de los textos que conformaría, en 1954, Las ratas y otros cuentos, plaquette con la que se daría a conocer como narradora de una visión muy particular, “extraña” para la mayoría de sus contemporáneos. A partir de ese momento, Guadalupe Dueñas empezó a vislumbrar un universo poco explorado por otros escritores de la literatura mexicana contemporánea, específicamente de mediados del siglo XX: los temas tratados por esta autora abrevan del humor negro, la ironía, la crítica incisiva, el horror y elementos muy particulares de la literatura fantástica, sobre todo, la trasgresión de lo sobrenatural a través de animales o personajes con los que se convive a diario pero que no suelen tenerse en cuenta o a la vista. Dueñas construyó su propio panorama creativo a la par de otros proyectos curiosamente relacionados con la labor literaria: bajo la producción de Ernesto Alonso, realizó cerca de 50 guiones para telenovelas; entre las consideradas de “mayor rating” se encuentran Leyendas de México (1968); Carlota y Maximiliano (1965); La máscara del ángel (1964); y Las momias de Guanajuato (1962), esta última basada en el cuento “Guía de la muerte” de la propia Guadalupe Dueñas y en cuya adaptación trabajó a lado de Inés Arredondo, Vicente Leñero y Miguel Sabido como co-guionistas. “Guía de la muerte” había sido publicado en 1958 como parte de Tiene la noche un árbol, con el cual obtuvo el Premio José María Vigil 1959. Poco después, entre 1961 y 1962, fue becaria del Centro Mexicano de Escritores; sin embargo, transcurrieron catorce años para que apareciera su siguiente libro, No moriré del todo (1972), en el que los tonos irónicos y la atracción por lo insólito, lo terrible y una introspección angustiante determinaron la voz narrativa de la autora. Esta fuerza en su escritura se vio enriquecida años después por la explotación de lo atmosférico en los cuentos que conformarían su último libro publicado, esta vez casi veinte años después que el anterior, y en cuyo título se adivina una sentencia: Antes del silencio, donde se hace presente más que en los libros anteriores, el espíritu lírico de Guadalupe Dueñas trasladado a una prosa pululante de imágenes oníricas, apariciones, juegos en donde es difícil determinar el umbral que se cierra cuando el sueño acaba. Además de su obra narrativa, Guadalupe Dueñas escribió una serie de breves ensayos dedicados a diversos personajes de la vida cultural en México. Se trata del libro Imaginaciones, que, como el título afirma, es eso, un ejercicio a la manera de Vidas imaginarias de Marcel Schowb, en este caso basado en algunos rasgos característicos de autores que interesaban a Dueñas. La única antología en la que participó fue Pasos en la escalera. La extraña visita. Girándula, un libro colectivo publicado por Porrúa en 1972, donde se proponía el desarrollo de tres cuentos con los mismos títulos por parte de las autoras incluidas: Carmen Andrade, Beatriz Castillo, Guadalupe Dueñas, Margarita López Portillo, Mercedes Manero, Ángeles Mendieta y Ester Ortuño, cuyos textos iban acompañados de dibujos originales de Elvira Gascón. El material que se reúne en esta plaquette sirva para conocer, de manera somera, el espíritu de esta narradora de lo fantástico que, tras diez años de su muerte, nos visita con la intención de recordarnos que la literatura mexicana tiene una identidad que está más allá de los elogios y la condescendencia entre escritores, de las cuestiones de género, de las imposiciones de estilos que están a la moda: la literatura mexicana contemporánea tiene algunos autores que han escapado de la farándula para preocuparse por escribir. Yo vendí mi nombre | Guadalupe Dueñas Como algunos venden su alma y otros venden su cuerpo y otros más su sombra y hay quienes venden pájaros, yo vendí mi nombre. Consta de cinco letras. Es un nombre pequeño y un apellido muy largo, que en tiempo no remoto, alcanzó fama y pudo cotizarse como alta moneda. Apareció junto a plumas reconocidas y estuvo precedido por títulos de sabios y pro-hombres. El misterio de su ampulosidad no viene a cuento. Baste saber que conservo en oro sus iniciales y que existen aulas y bibliotecas bautizadas con mi nombre. Grabado estuvo en universidades, y no faltaron editores que lo adoptaron por bandera izándola en las cúpulas. Otros muchos esculpiéronle en muros y portadas. Entretejían las mayúsculas con hilos de plata y sombreaban las vocales con acerinas y esmalte. Convirtióse en símbolo, en aleluya, en buen agüero, en triunfo y en sonido glorioso. En ese entonces, periódicos y revistas nacionales y extranjeras, se atropellaban por consignarlo, por encabezar sus columnas con los augustos rasgos de mi pertenencia. Los lectores enrojecían de emoción al hallarlo en enciclopedias, en semblanzas, en biografías y en números antológicos destinados a la eternidad, y aun en reseñas de modas. El mundo lo alquilaba sin reparar en el precio. Avanzó en popularidad como los mitos que la credulidad agranda. Adorno fue de la palabra; labios encumbrados lo envidiaban, hasta que un día, un desdichado día, empezó a apagarse con la prisa de las luciérnagas que dejan en sombra el paraje de la noche más obscura. Restos de su gloria quedaron atrapados en artículos de segunda. Revistas no informadas retuvieron los jirones alfabéticos, los caracteres degradados, las letras que al transcurrir del tiempo perdían equilibrio como los epitafios de las tumbas olvidadas por los deudos. Las vocales disparáronse a manera de luces pirotécnicas. Fue el comienzo de una tortura mortal. La mengua reducía el nombre cada vez más y más. Aparecía distorsionado o con letrilla microscópica del todo indistinguible. Nadie exigía las bélicas mayúsculas de trazo gótico, nadie extrañaba las alas de cuervo que rubricaron el nombre caído en desdicha, sucio de polvo como corcel abatido y sin dueño. La adversidad propició el desacato de escribir las iniciales cuando se habla del D.F. Los letreros fueron empalideciendo. Las publicaciones que ostentaron escandalosos ribetes con gualdas, suprimieron las gárgolas y los arabescos hasta que las consonantes danzaron derrengadas y sonámbulas. Con frecuencia fallaban letras o aparecían tan borrosas como si un designio infernal se anticipara a su cancelación. El calvario se agrava. Ahora, antes de que amanezca, me dirijo anhelante al primer puesto, al vendedor más cercano, al gacetillero, al pepenador de desechos, para revisar meticulosamente cada publicación y comprobar si aún figura mi nombre aunque sea en el directorio; con mano temblorosa y ávida, abro las páginas, los dedos se me hacen huéspedes, con esfuerzo olvido el llanto que me causa ver en algún rincón mi nombre de pila o la inicial perdida del apelativo que ya nadie reconoce. Confidencias afanosas o malignas me hacen saber que las directivas tratan el conflicto de suprimir el nombre que se les ha quedado fijo como una alcayata. Sé que quienes votan por el aniquilamiento, encuentran tibia persistencia en románticos añorantes de la firma que no tienen valor para desterrar de su paginario. Un pudor no exento de amargura me hace cavilar en la manera de liberarlos a todos de la pesantez del nombre cuyas letras cadavéricas encenizan sus revistas. He llegado a sentir agradecimiento cuando alguien lo suprime sin ceremonias. Insoportable es irse muriendo a pedazos, mejor dicho a letras; un puntillo hoy y un acento mañana; ahora el rasgo de la T no aparece; más adelante el diéresis y luego la R y la M y aun la Y, que es tan poco socorrida en nuestro idioma. Lo capto todo. La fisura de mis tímpanos recoge las murmuraciones y a pesar de núbiles cataratas que entresolan mis pupilas, adivino el desdén y las muecas de repudio. Con las yemas de mis dedos palpo negativas y razones. En la rajadura de mis labios y en mi lengua reseca sopla el aire salado que dispersa mi nombre. Padezco comentarios y juicios sin poder darme a la fuga. “Dicen que ya no escribe, que está ciega”. ¡Bah! –“Estar ciego es estar muerto”. Se desentienden de mi presencia. A veces rampo, me agazapo, ruedo, me deslizo, hasta las redacciones donde otrora pidieron de rodillas mi colaboración eterna. Los amigos de antaño ya no me conocen. Han ensordecido en el ruido de nueces de los manejadores de frases. Un terror supersticioso me invade, un terror ajeno a vanidades y a esperanzas: la certidumbre de que en cuanto la última letra se esfume y el punto final se diluya sobre el papel como una lágrima, mi vida, frágil e inútil vida, será un renglón en blanco como el de los presuntuosos de ayer que ignoran su anonimato, aunque su engreimiento es sólo corrupción aprisionada en una fosa.