lunes, 14 de enero de 2013
Los Infrarrealistas desde los ojos del poeta Ramón Méndez
Va un texto del poeta Ramón Méndez Estrada por aquello de seguir recordando para que el olvido no haga de nosotros números académicos y nos convierta en Poetas Vivos. Saludos Ramón por aquellas pláticas en el Callejón Condesa lugar de buenos libros y mejores amigos.
Como veo doy,
una mirada interna del Movimiento Infrarrealista*
Ramón Méndez Estrada
Con casi dos años de gestación desde la revuelta de 1974 en el taller de poesía de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde un grupo de jóvenes poetas insurrectos firmamos la renuncia del entonces coordinador, Juan Bañuelos, el Movimiento Infrarrealista nació a la luz entre fines de 1975 y comienzos de 1976, en un edificio de la calle de Argentina, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, donde vivía Bruno Montané.
La idea del nombre y la fundación de un movimiento contra la cultura oficial fue de Roberto Bolaño, entusiasmado por la poesía irreverente de algunos cuantos jóvenes que seguíamos frecuentándonos tras nuestra expulsión del taller de Bañuelos.
A fines de 1973 habíamos llegado a ese espacio de estudios poéticos Cuauhtémoc y Ramón Méndez, venidos de Michoacán, donde fundamos con otros jóvenes de entonces, en 1972, el Taller Literario de la Universidad Michoacana. Nuestro arribo al taller de Juan fue la gota que derramó el vaso, casi colmado, de la inconformidad que iban acumulando los alumnos del coordinador.
El método de estudio, rito repetido dos veces por semana, consistía en que los jóvenes leyéramos en voz alta nuestros incipientes textos, y luego nos criticáramos mutuamente. Pero eso no nos satisfacía. “Vamos a estudiar a los clásicos, Juan”, le decíamos. “Estudiemos el Siglo de Oro, danos algunas clases del soneto”, pero el maestro no tuvo interés, o no pudo, satisfacer nuestras demandas.
Entre aquellos jóvenes los más beligerantes eran Mario Santiago, que entonces aún no había adoptado el Papasquiaro, y Héctor Apolinar. Sus críticas irónicas, su mordaz sentido del humor, nos empujaban a todos a escribir más y mejor. A fin, una tarde de principios de 1974, Mario Santiago se presentó al taller con una hoja en que traía redactada la renuncia de Bañuelos, con esa caligrafía particular que caracterizaba al joven vate y, por supuesto, también con su muy singular estilo, irreverente y desparpajado, donde el maestro se autoacusaba de menopausia galopante y otras lindezas para dejar su puesto.
Juan leyó el texto, y mientras la mayoría de los talleristas suscribíamos la hoja su rostro cambiaba de color y él, con contenida cólera, nos decía: “¡Qué buena broma, muchachos! ¡Qué buena broma!” Quienes lo enfrentaron con más decisión fueron Mario Santiago y Héctor Apolinar: “No es broma, Juan, no te queremos. No sirves tú para estas cosas”.
Un grupo del taller llevó la renuncia, también firmada por Bañuelos, por supuesto, a la directora de Difusión Cultural, y ella contestó que Juan era un empleado y no podían correrlo. Propuso, en cambio, que los inconformes consiguiéramos otro coordinador, y que el taller se dividiera: de los dos días de la semana que correspondían a la clase, uno sería para nosotros y otro para el maestro. Prometió también apoyar la edición de una revista. Al poco tiempo, mediante una coperacha de los interesados, salió Zarazo 0, con poemas de los beatniks estadunidenses, de los miembros del movimiento peruano Hora Zero y de algunos de los revoltosos del taller de la UNAM. Aunque estuvieron formados otros tres números de la revista, nunca pasaron a la imprenta: Menos de dos meses después de la insurrección en el taller, una tarde nos encontramos con la puerta cerrada y fuera de la institución.
El hecho sirvió para que algunos de nosotros consolidáramos una amistad que creció con el tiempo en largas caminatas por la ciudad y noches de juerga y de poesía. En el camino, se quedó la intención de fundar el Vitalismo, en que nos empeñamos algunos, entre ellos José Vicente Anaya, que no visitaba el taller de Juan en el tiempo de la revuelta.
Una madrugada de 1975, agotadas las reservas del espirituoso que compartíamos y cansados de vagar por las calles del centro de la Ciudad de México, Mario Santiago me invitó a visitar a un amigo suyo: Roberto Bolaño, quien vivía en un vetusto edificio cerca de la estación Cuauhtémoc del Metro. La recepción de Roberto no fue muy cordial que digamos, pues lo interrumpíamos de su diaria jornada de redacción creativa mañanera, que cumplía con el rigor de un burócrata sujeto a reloj checador. La conversación no fue muy larga, pero sí muy intensa. Cuando Santiago y yo salimos de la casa de Bolaño lo habíamos convencido de nuestra subversión vital contra el oficialismo de la cultura, y nos había comparado con los beatniks: “Tú eres Ginsberg –le había dicho a Santiago‑, y éste es Corzo: son los beatniks de México”.
Poco después –semanas o meses‑ Mario Santiago me informó que, entonces sí, estaba en puerta la constitución de un movimiento poético rebelde, el Infrarrealismo. En el camino, entre la frustrada creación del Vitalismo y la llegada del Movimiento Infrarrealista, se habían quedado desperdigados nombres valiosos: Kyra Galván, Lisa Johnson, Mara y Vera Larrosa, y otros que no recuerdo.
Idea de Roberto, la explicaba como una metáfora: a quienes cometimos el pecado de rebelarnos contra una de las glorias nacionales de la poesía nos tenían vetados en todas las publicaciones y espacios culturales de México; decía que éramos como soles negros, de esos que no se ven pero que atraen la luz, materia condensada a tal grado que hace caer a la energía por su peso, y auguraba que nosotros haríamos la literatura clásica de nuestro tiempo.
Seducidos por el poeta chileno, fundamos el Movimiento Infrarrealista. Después de la larga gestación, el parto fue alegre y mucho el entusiasmo con que nos proponíamos volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial. Había muchos artistas sumados a la subversiva intención. Si no me traiciona la memoria, la noche de la constitución estábamos en la casa de Montané entre 30 y 40 personas, la mayoría jóvenes, hombres y mujeres, músicos, pintores, narradores, poetas... La mayoría desertaron. Roberto y Bruno se fueron a España, a donde también más tarde se fue Edgar Altamirano; el hermano de éste, Óscar, permaneció en Guerrero, y ahora vive en el Estado de México; Rubén Medina se fue a Estados Unidos; Jorge Hernández Piel Divina a Francia, y así, por los caminos del mundo. Unos se iban, y llegaban otros: José Rosas Ribeyro y Margarita Caballero; José Margarito Peguero y Guadalupe Ochoa, antes de la partida de Rubén. Pedro Damián se sumó después. Apolinar no llegó siquiera a la fundación: se lo tragaron los Comités Laborales. Darío Galicia y Julián Gómez, que no estuvieron en la revuelta contra Juan Bañuelos pero al parecer recibieron invitación de Mario Santiago, no aceptaron sumarse al infrarrealismo.
El camino ha sido largo y difícil. A Zarazo 0 siguió Pájaro de calor, Correspondencia Infra, la volada antología Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego (que generó la única pelea de Julián Gómez con Mario Santiago), publicaciones todas donde no están todos los que son ni son todos los que están. En el transcurso, hubo irrupciones infras en recitales de poesía oficial que nos valieron en los medios de comunicación críticas y calumnias. Entre todo, la negación constante: los poetas infrarrealistas no existimos para la oficialidad más que como una leyenda de revoltosos.
Pero ha habido satisfacciones. Una noche que conversábamos en voz alta en el café La Habana mientras bebíamos unos tragos, se acercó a nuestra mesa un muchacho, Tulio Mora, y nos preguntó si éramos los infrarrealistas. Él pasaba por México con camino a Perú y dijo que después de tres meses de inútil búsqueda se había convencido de que éramos un cuento que circulaba en Francia y en España; se quedó entre nosotros varios meses más y ya publicó, en Perú, una antología horazeriana e infrarrealista. Y en 1989 llegó a Morelia un joven alemán cuyo nombre no recuerdo, en busca de Cuauhtémoc Méndez, cuyos textos había leído en checo, en Europa; iba rumbo a Brasil, en persecución de un amor, y decidió detenerse en México para conocer a un poeta que lo había asombrado.
En la década de los 80 trabaron relación con nosotros los hermanos Guzmán (Iván, Mario Raúl y Mauricio, y más tarde Eduardo). Mario Raúl publicó unas hojitas monográficas de poesía, Calandria de tolvañeras, algunas de las cuales fueron de infrarrealistas. Después algunos libros, y tres números de la revista La zorra vuelve al gallinero.
Poco antes de morir, Mario Santiago emprendió con Marco Lara Karhk un proyecto editorial en que se publicaron, además de otros varios, tres folletines y un libro de infrarrealistas: Beso eterno y Aullido de cisne, de Mario Santiago Papasquiaro; Estrella Delta Escorpio, de Pedro Damián, y Al amanecer de un día Dos Lagartija, mío. Antes Pedro había publicado Sexto paladar, premiado en Tijuana, y yo El paso de los días, auspiciado por la Universidad de Zacatecas.
Mario Santiago Papasquiaro murió atropellado, a principios de 1998, en el Distrito Federal, y entonces muchos plumíferos oficiales, aprovechando la ocasión, hablaron del infrarrealismo y la avasalladora personalidad del vate de Mixcoac, y en julio pasado, cuando se dio la noticia de que el poeta y novelista chileno Roberto Bolaño había muerto en España, le dieron vuelo otra vez a ese cuento francés que somos los infrarrealistas, la leyenda de los soles negros que se comen la luz.
Y los que no existimos hablamos así al mundo, y los poetas de la oficialidad tiemblan con sus patas de barro, sus mentes faltas de claridad, sus libros incoherentes, sin nada más que metáforas vanas. Nos vamos viendo al tiempo, porque viene por ahí la publicación de libros inéditos que varios tenemos, y la antología infrarrealista, cuyo nombre debemos al poeta guatemalteco Carlos Illescas, a quien alguna vez platicamos el proyecto con varias propuestas para el título y nos dijo: “De una vez póngase Nosotros los clásicos”.
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* Publicado en La Jornada Morelos el 9 de marzo de 2004.
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