martes, 9 de octubre de 2012

Uno de Manuel Maples Arce

Del sentido y dignidad de la poesía Hay una tradición que atribuye al poeta misteriosos poderes para cuyo ejercicio debería alejarse de la sociedad; su único designio sería tan sólo cantar con absoluto olvido de las cuestiones civiles y humanas. La tradición opuesta reconoce en él exclusivamente un artífice. Entre los hebreos el poeta era un profeta; su canto, un grito, un himno, un desgarramiento. Para Wordsworth, el poeta “es un hombre poseído de una más viva sensibilidad, entusiasmo y ternura, con un conocimiento de la naturaleza humana y un alma más comprensiva, un hombre regocijado en sus propias pasiones y voliciones y que se regocija más que otros hombres en el espíritu de vida que encuentra en sí mismo...” Para Platón, el poeta es el poseído por las Musas, por lo que debe impedírsele la entrada al templo, según pretende en uno de sus diálogos. La iglesia, en contraparte, reclama los “socorros de la belleza poética” —alabanza, júbilo y drama—, y en favor de esta concepción, Paul Claudel esgrime un argumento dogmático basado en la fe. “Muchos de los poetas franceses del siglo XIX —dice— tenían talento y aun genio, pero eran la poesía sin Dios. Y si su obra produce en ciertos momentos el efecto de un amasijo de escombros, desearía mostraros que la causa de su rápido declinar no consiste en que les faltara talento, sino en que carecían de religión, es decir que a su talento y a su obra faltaba un ingrediente esencial”. Se podría replicar, sin embrago, que la misma impresión producen muchos poetas religiosos. En realidad ni la poesía religiosa francesa (Claudel, Péguy), ni la tradición anglicana o católica (Milton, Thompson, Coventry Patmore, Hopkins) viven por la fuerza del dogma, sino por el impulso vital. Cualquier dogma es peligroso para el arte porque impide que éste despliegue toda su intensidad. Pero prescindiendo del concepto que tengamos de la experiencia lírica dada la condición humana del poeta, éste no puede eximirse de responsabilidad sin corromper su esencial actividad. El oficio de escritor es secundario, porque sólo es un medio de formación, afirma Novalis. Por importantes que sean las agitaciones personales, tampoco debe impedir al poeta ser universal, ni asumir la responsabilidad de sus decisiones. La tragedia que lo rodea forma parte de sus circunstancias, como diría Ortega y Gasset. Las circunstancias cambian, sin embrago, de una a otra generación, y con aquéllas los temas. La sensibilidad, el lenguaje, las ideas estéticas y las formas de expresión se modifican, lo mismo que las fuentes de inspiración: la mitología, la leyenda, la historia, el paisaje, las emociones y sentimientos humanos, la ciudad moderna y su neurosis, etc. Catulo vibra en sus amores de manera distinta a Petrarca; el vino de Anacreonte y el de Rubén Darío les infunde sueños diferentes y diversos son los caminos de San Juan de la Cruz y Rainer María Rilke. En nuestro tiempo hemos visto que los movimientos líricos que se nutren en la pasión de la libertad agitan banderas anunciadoras de una alborada excepcional. El realismo lírico se toma subversivo. La indignación y el advertimiento que empujan a la acción unen a la vez el pensamiento invocado por los surrealistas, que proponen transformar el mundo, con la videncia poética de Rimbaud que intenta cambiar la vida. En las bellas páginas de Pour la Poesie, Jean Cassou señala sus coincidencias con el movimiento revolucionario: “no sólo se trata de búsqueda y novedad formales, sino también de una ampliación del concepto mismo de poesía, no habiendo la conciencia humana evolucionado solamente por una transformación de métodos y procedimientos de su arte, sino de su emoción misma, de su determinación y finalidad”. La eficacia del poema, por su puesto, no depende exclusivamente del sentido que pueda condensar. La marcada intención de designios estorba en vez de favorecer la veracidad lírica. El proceso lógico encaminado a finalidades persuasivas no puede comunicar impresiones de carácter emocional e imaginativo que son la base de la creación poética. Desde el punto de vista estético, además, resultan inútiles las adhesiones a una causa si éstas carecen de esa maravillosa potencia sugestiva inseparable de la obra poética, como la liga apropiada en la perfecta fundición de los metales. La poesía es al mismo tiempo operación vital y síntesis imaginativa. El poeta piensa en un amplio compás la realidad, lo psíquico y lo social, y gracias a ello consigue fecundos y maravilloso efectos en favor de una idea; más bien, como decía un gran romántico inglés, su misión es “someter la realidad a la imaginación creadora”. El proselitismo no influye para nada en su virtud. La poesía —dice Eliot— posee sus propios medios de inculcación, por lo que la preocupación de persuadir, cuando no va acompañada de una honda y pura fidelidad, pierde su posibilidad de resonancia. La verdad probatoria sólo es operativa y fecunda cuando integra todos los elementos del poema, sutil y fuertemente, en una unidad profunda. Hegel cita los ejemplos del Fausto de Goethe y de la Divina Comedia de Dante, en los que el carácter tendencioso no destruye la expresión de belleza, porque el senso moral y a las ideas se unen la intensidad emotiva y un equilibrio de cualidades singulares. Otro tanto puede decirse de la razón moralizadora que domina a Hamlet, cuyo carácter, sin embargo, delínea Shakespeare con la más viva efusión poética. Los mejores logros del arte consagran ese maravilloso efecto psicológico. El poeta que interpretándose a sí mismo interpreta su tiempo no puede excluir sus intereses esenciales, ni desentenderse de las inquietudes del mundo; buscará formas de representación y de renovación que, incorporadas a la sensibilidad general, por incisión poética estimulen las posibilidades instintivas, los deseos y esperanzas que constituyen el cauce de la vida humana. Por dondequiera que se encuentre la poesía —decía Baudelaire—, es la negación de la iniquidad. La dignidad exige al poeta que sólo se someta al llamado de su conciencia para imponer sus visión del universo, pues la consigna es la derogación del principio poético. ¿No asegura un pensador latino que la cualidad principal del buen poeta es la de ser un liber spiritus? Este pensamiento puede transplantarse a nuestra época. La conjunción feliz de un ideal superior y una forma perfecta vuelve a la poesía rica de contenido y la convierte en una fuerza que eleva y dignifica al hombre que busca en la fragilidad liberadora de la palabra una respuesta a sus anhelos y a sus luchas transmutadoras. Manuel Maples Arce México 1956