domingo, 27 de enero de 2013
Los Juan Gelman por Marco Fonz
Los Juan Gelman
Mi primer Juan Gelman
México. Juan Gelman de marfil con el cabello recordando canas y un cigarro en rojo entre los labios, dentro del aire y los dedos. El looby de un hotel siglo XIX en la calle Álvaro Obregón; el evento: “Encuentro de Poetas del Mundo Latino”. Yo, invitado de piedra, sin invitación subo a un autobús en el que no se sube Gelman, pero en el que están José Vicente Anaya, Orlando Guillén y Enric Cassases, así que estoy en casa. El rumbo: Morelia, Michoacán. El autobús se detiene en una gasolinera para que todos los poetas vayan al baño; a mí me toca orinar junto a Juan Bañuelos, hermano chiapaneco de orina, pienso, y sonrío.
A la hora de la comida José Vicente Anaya me regala su boleto del encuentro para comer gratis. Me formo detrás de Juan Gelman —flaco como la justicia y con cara en tristeza que ve pasar otra tristeza. Lleva un plato hondo de flores y pájaros en las manos y flota mientras sonríe y platica con Javier Sicilia, quien me sonríe y pregunta: “¿cómo estás, Marco?” Sonrío, avanzo y ponen consomé en mi plato hondo de flores y pájaros; me siento junto a Gelman, quien se adentra con la mirada al caldo como si de lo profundo saliera un Gelman de vapor y especias a respirar y suspirar. El Gelman de este lado real dice: “Lo que más extraño es la sopita de pasta”.
Lo relevante late y se manifiesta en su plática, lenta y con voz de cuerno de carnero. Nada extraño para un poeta que mantiene su fuerza en la voz de sus primeros poemarios.
Después vamos todos a las lecturas. En el auditorio, José Vicente Anaya es el único que celebra en el micrófono la lucha zapatista. Yo, invitado de hielo, leo junto con Orlando Guillén y Enric Cassases en la Plaza de las Rosas. A Gelman lo pierdo de vista y después lo encuentro en la mesa de lectura en donde los “Reconocidos y Viejos Poetas” viven sus poemas. Ahí lo veo transparente con una luz de quinqué que lo ilumina desde adentro. Lee y todo relumbra con la máscara de la felicidad incompleta.
Subo a otro autobús al que tampoco me invitaron; ahora voy entre los “jóvenes poetas”: mutaciones entre becerros sagrados y payasos desinflados con ínfulas de no sé qué gloria nacional y mérito poético. Me aburro y por fin llegamos, afortunadamente, a Ciudad Mutante D.F. Dejo atrás a los glorificados, vacas sangradas y futuras promesas del lirismo nacional.
Mi segundo Juan Gelman
La noticia era cierta: la poeta Enriqueta Ochoa acababa de morir y la velarían por la tarde en la Gayosso. Ahí, entre cientos de flores de todas formas, tamaños y aromas está el cuerpo que tuvo la poeta, pero la poeta ya no estaba ahí. El cuerpo con su último nombre brillaba en una de las esquinas de la habitación. Todos a media voz y con medio mirar, veíamos para todos lados y ninguno (en esos momentos, lo único vivo son los nervios). “Un café”, pensó mi nervio mayor, y ahí voy con mis huesos que todavía considero míos y con mi nombre. Atrás en el velorio estaba Marianne Toussaint, hija de la poeta, y su esposo Alejandro Sandoval, Saúl Ibargoyen y su esposa y otros poetas y esposos y esposas de poetas, escritores, críticos y funcionarios de cultura nacionales y del D.F. que quisiera olvidar pero no he podido. No nombrarlos sí puedo.
Mi café sin crema ni azúcar, entre que le muevo una vez o unas dos veces recuerdo que el poeta Mario Raúl Guzmán me presentó a Enriqueta Ochoa en su casa. Yo ya había leído tres de sus libros y quise conocerla con el gusto del descubridor de tierras nuevas. Ahí estaba en su pequeño departamento de la colonia Del Valle. Sentada y moviéndose con dificultad de su asiento al baño y de retorno lento. Platiqué con ella y, aprovechando que llevaba el poemario Bajo el oro de los trigos, se lo mostré para que me lo autografiara y puso algo así como “dedicado a Marco para que pronto encuentre trabajo y que todo vaya bien en la vida”. Cuánto trabajo es buscar trabajo, cantó el Rodrigo González. Vino tinto que llevó Marianne y plática agradable por todos los ahí presentes. Por desgracia llegué tarde a los talleres de poesía que compartía Enriqueta, no como Orlando Guillén, quien tuvo una buena maestra y poeta en ella, a quien dedicó un poema. Yo, un buen momento maravilloso al conocerla y después volverla a ver en Bellas Artes en donde le dieron la medalla de oro (que, dicen, aunque de eso nunca estaré seguro, era de plata) por parte del INBA. Pero en ese momento que pensaba si había sido de plata o de oro la medalla que le dieron a Enriqueta, se apareció como de la nada, con su color de cirio pascual, Juan Gelman. Estaba detrás de mí, junto al café. Lo saludé, saludé a su esposa; en lo que se servía el café le comenté mi pensamiento sobre la medalla de oro o plata, me miró como desde abajo de su nostalgia y me preguntó si eso era cierto. Le dije que sí hasta donde yo sabía (que al final era de saber muy poco). Movió su cabeza como si el vals de la tristeza tuviera otros pasos, y sorbió su café. Me preguntó cómo iba mi poesía. Le dije que muy sana y que en otro momento, si me dejaba su correo electrónico, le enviaría algunos poemas; o incluso, si quería, después podríamos vernos para entregárselos. Aceptó con la cabeza que parecía que lo arrastraba al sueño y dijo algo de un cigarro. Su esposa lo siguió, yo le di la mano para sellar lo dicho, lamentarnos por la muerte de Enriqueta y quedar para vernos en un futuro-futuro. (Su correo electrónico siempre revotó mis correos electrónicos.)
Regresé con los pies pegados a mi sombra; fui a ver a Enriqueta dentro del ataúd y le di mi adiós al cuerpo y mi bienvenida a las nuevas lecturas a sus poemas. No sé por qué pensé en la similitud que existe en la descomposición del cuerpo y en las instituciones de cultura de mi país.
Mi tercer Juan Gelman
La calle de Donceles, lugar en donde los libros usados y viejos hacen muros o montañas o torres en donde uno puede escalar realmente o con la imaginación. Donceles navegable, despegable, insoportablemente bella para los que tenemos los bolsillos vacíos de monedas pero llenos de libros. Una y otra vez recorro esa calle de largo a ancho y entro entraña adentro de sus pasillos históricos, poéticos, narrativos y demás, más y más temas locos, deschavetados, raros, místicos y hasta demoníacos temas para construirse otra personalidad cada que uno va a esos laberintos con minotauros o sin ellos. Me gusta ir especialmente a la sección de POESÍA, a mirar de reojo, a hojear, a hundirme en sus títulos y autores, a reír cuando uno de esos libros olvidados dice que fue Premio No Sé Qué De Cuál Año, perdido en la memoria de los poetas y de los miles de premios que existen. Y ahí el libro premiado agradece que alguien lo abra y por lo menos sacuda el polvo de sus premiadas hojas empolvadas. Definitivamente ningún premio te premia para toda la muerte. Ahí voy de la A a la Z, todos los autores por orden alfabético… uno se encuentra cosas tan bellas por feas, poemarios que alumbran: tan sólo le das un vistazo e inevitablemente cargas con él. También ocurre que uno abre un poemario y lee el verso que salta a la garganta, y a veces se va con uno en la memoria, y a veces se vuelve a tirar como un cigarro para apagarlo con la punta del zapato: todo brillo es efímero (si lo sabrán los cigarros y las efímeras). G, Garcilazo, Garza, Gelman, Gómez de la Serna, Gutiérrez Nájera, etcétera. Gelman, lo agarro, abro y encuentro razón para llevarlo. 20 pesos al contado y sin pedir rebaja, colección Práctica Mortal, CONACULTA, año olvidable. Bello libro porque en ese momento era necesario. Los poemarios, a diferencia de cualquier otro género literario, sirven por momentos y por otros momentos ya no nos dicen nada; lo mismo pasa con los poemas y pasa más a menudo con los poetas. A veces dejan de servir muy rápido, a veces duran un poco más, pero definitivamente es mentira que son inmortales. La muerte, igual que la poesía, tiene sus secretos no develados. Ante eso nadie, ni los poetas, pueden hacer nada, por mucho que lo intenten.
Llevo mi libro dentro de mi saco, bolsa, mochila o espíritu, no lo recuerdo. Y entre los brillos de la calle Donceles recién mojada por la lluvia, veo que de una puerta sale un humo delgado y caliente buscando la frescura del cielo. Del cigarro se desprende un esbozo de cuerpo, del hombre se desprende un nombre y del nombre sale un poeta, es Juan Gelman que se cubre de la lluvia que persiste en el aire. Le digo: “Hola Juan, qué haces?” Me dice: “y bueno... aquí esperando entrar al teatro de la Ciudad de México para escuchar la sinfonía Moctezuma de Vivaldi”. Me detuve junto a él como guardianes de la puerta y al mirar el arco colonial de la casa en donde estábamos vi el mascarón serio y observando el teatro y después vi a Gelman observar también el teatro como apurando el tiempo del cigarro y listo para entrar. En ese suspiro y distracción de la tarde saqué el poemario; se lo mostré, y le pedí que me lo graffiteara con su firma. Sonrió, dejó al cigarro conservar con su boca y firmó sin quitar su mirada triste que veía a la hoja pero también a todas partes. Me volvió a preguntar por mis poemas; comenté que ahí iban haciéndose, que después se los mostraría. Acabó la luz del día en el mismo instante que el fuego del tabaco. Me dio la mano, abrazo mexicano y un “nos vemos luego para seguir con el poema”. Gelman entró al teatro de la Ciudad de México y su poemario entró a mi lectura.
Hay poetas que se vuelven plateados con el tiempo.
Mi cuarto Juan Gelman
Lectura de poemas de Juan Gelman y Juan Manuel Roca. Interesante escuchar al primero con gusto; al segundo poeta… siempre hay que dudar de los segundos poetas. Y ahí vamos a un café-librería-foro cultural de la colonia Roma, Ciudad Mutante, D.F.
Convoca Iván Trejo, escritor y editor. Presenta dos poemarios, de los autores antes mencionados, publicados por su editorial. Muy interesante verlos, escucharlos y hojear las nuevas ediciones.
Teatro pequeño, bien iluminado, cortinas rojas, fondo negro, buen lugar para la poesía. Iliana y yo tomamos café mientras comienza el evento. Gelman llega en medio de los periodistas; Roca llega en medio de su comitiva. El editor, atento a que todo salga bien, igual que los que dirigen el teatro.
“Todos adentro”, dice una voz, pequeño tumulto al entrar pronto desvanecido y adentro estamos, a dos filas antes del escenario. Podemos ver hasta la marca de los zapatos que usan los poetas y el editor. Comienza Iván (con los nervios hablando por él) a hacer un recuento de vida literaria, de vida de exilio, de contra-vida y la obra. “¡Que lean, que lean!”, piden las múltiples señoras en edad de plenitud… “¡Que lean, que lean!”, cada vez las groupies son más y más grandes también: alguien perdió la dentadura con la emoción, pero no dejó de corear y de suspirar por cada uno de los poetas y de los poemas que leían los también adultos en plenitud –tanto poetas como poemas.
Ahora estoy absolutamente seguro de que algunos poemas sí envejecen con su poeta y su público. Me avergüenzo por cada suspiro coreado de las “viejitas” que no dejan que los poemas se caigan de malos, si no que los levantan en muletas de falsa admiración y de peor estilo por el gusto. Poemas tan evocativos que parecían verdaderos museos del horror en el recuerdo más chabacano y sensiblero/efectista que antes no había oído de Gelman. De Roca ya sé que es su estilo y no comulgo con él, pero Gelman se fue deshaciendo como la ceniza de los cigarros que fuma, no quedó más que el filtro cuando terminó de leer esos verdaderamente cursis poemas. En fin, tomamos buen café, los libros con buen diseño y nos enteramos de que la editorial está lanzando varios autores… eso, me imagino, salvó la noche. Por lo demás, me quedo con los primeros Gelman y sus primeros poemarios. Como escribiera alguna vez Luis Cardoza y Aragón: “Me quedo con alguna que otra bella página que haya escrito”. Eso fue todo.
Bonus trash
Hay poetas que, conforme uno los va conociendo, es difícil de creer en lo que se van convirtiendo o en lo que los van convirtiendo las instituciones o la “fama”. Recordemos que Juan Gelman fue uno de los poetas que Bolaño más o menos deja con piel después de la trasquilada que da con la clasificación de poetas en la novela Los detectives salvajes. Pero no me imagino qué pensaría Bolaño después de que Juan Gelman recibiera una medalla de oro por parte del INBA, CONACULTA.
El planteamiento, acompañado de una pregunta profunda sería: Si un poeta como Juan Gelman salió de su país (Argentina) a causa de la represión de un gobierno militar y asesino, y México lo recibe como recibió (y como sigue recibiendo a poetas, escritores, filósofos y todo tipo de intelectuales y artistas refugiados de todas partes del mundo), las preguntas serían: ¿Por qué recibe una medalla de oro de un gobierno mexicano que tiene en la última cuenta de seis años a más de 600 mil muertos y desaparecidos de forma violenta? ¿Por qué la recibió sin criticar nada ni a nadie sobre la mala administración y gestión cultural que da mucho a pocos y da poco o nada a muchos escritores, poetas y artistas de todo México? ¿Acaso su tristeza no se hermana con las familias mexicanas que han perdido sus trabajos o a sus familiares como él perdió a los suyos a causa de la similitud en el modus operandi que existe entre los gobiernos asesinos de Argentina y México? ¿Cuándo se le muere el ser crítico al poeta? ¿Por qué no simplemente dijo “No, gracias” y a seguir con algo de dignidad y ética?
En fin, son preguntas que espero hacerle a Juan Gelman cuando el destino o el azar me vuelvan a encontrar con él… No olvidemos que es posible cuestionar a los poetas; siempre con respeto, pero sin miedo.
P.D. Es igual de vergonzoso y creo que hasta gacho el que las glorias artísticas “contraculturales” que supuestamente eran Óscar Chávez y José Agustín también hayan recibido en su momento sendas medallas de “oro” o alguna condecoración del mismo gobierno mexicano asesino, sin que tampoco dijeran nada o hicieran algún pronunciamiento o queja o señalamiento. Creo que tanto smog apendeja de igual forma al ciudadano común y al intelectual encumbrado. ¡A tomar aire fresco, damas y caballeros, no vaya a ser el chamuco!
Marco Fonz
26 de enero del 2013
Quito, Ecuador
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