domingo, 27 de enero de 2013
Los Juan Gelman por Marco Fonz
Los Juan Gelman
Mi primer Juan Gelman
México. Juan Gelman de marfil con el cabello recordando canas y un cigarro en rojo entre los labios, dentro del aire y los dedos. El looby de un hotel siglo XIX en la calle Álvaro Obregón; el evento: “Encuentro de Poetas del Mundo Latino”. Yo, invitado de piedra, sin invitación subo a un autobús en el que no se sube Gelman, pero en el que están José Vicente Anaya, Orlando Guillén y Enric Cassases, así que estoy en casa. El rumbo: Morelia, Michoacán. El autobús se detiene en una gasolinera para que todos los poetas vayan al baño; a mí me toca orinar junto a Juan Bañuelos, hermano chiapaneco de orina, pienso, y sonrío.
A la hora de la comida José Vicente Anaya me regala su boleto del encuentro para comer gratis. Me formo detrás de Juan Gelman —flaco como la justicia y con cara en tristeza que ve pasar otra tristeza. Lleva un plato hondo de flores y pájaros en las manos y flota mientras sonríe y platica con Javier Sicilia, quien me sonríe y pregunta: “¿cómo estás, Marco?” Sonrío, avanzo y ponen consomé en mi plato hondo de flores y pájaros; me siento junto a Gelman, quien se adentra con la mirada al caldo como si de lo profundo saliera un Gelman de vapor y especias a respirar y suspirar. El Gelman de este lado real dice: “Lo que más extraño es la sopita de pasta”.
Lo relevante late y se manifiesta en su plática, lenta y con voz de cuerno de carnero. Nada extraño para un poeta que mantiene su fuerza en la voz de sus primeros poemarios.
Después vamos todos a las lecturas. En el auditorio, José Vicente Anaya es el único que celebra en el micrófono la lucha zapatista. Yo, invitado de hielo, leo junto con Orlando Guillén y Enric Cassases en la Plaza de las Rosas. A Gelman lo pierdo de vista y después lo encuentro en la mesa de lectura en donde los “Reconocidos y Viejos Poetas” viven sus poemas. Ahí lo veo transparente con una luz de quinqué que lo ilumina desde adentro. Lee y todo relumbra con la máscara de la felicidad incompleta.
Subo a otro autobús al que tampoco me invitaron; ahora voy entre los “jóvenes poetas”: mutaciones entre becerros sagrados y payasos desinflados con ínfulas de no sé qué gloria nacional y mérito poético. Me aburro y por fin llegamos, afortunadamente, a Ciudad Mutante D.F. Dejo atrás a los glorificados, vacas sangradas y futuras promesas del lirismo nacional.
Mi segundo Juan Gelman
La noticia era cierta: la poeta Enriqueta Ochoa acababa de morir y la velarían por la tarde en la Gayosso. Ahí, entre cientos de flores de todas formas, tamaños y aromas está el cuerpo que tuvo la poeta, pero la poeta ya no estaba ahí. El cuerpo con su último nombre brillaba en una de las esquinas de la habitación. Todos a media voz y con medio mirar, veíamos para todos lados y ninguno (en esos momentos, lo único vivo son los nervios). “Un café”, pensó mi nervio mayor, y ahí voy con mis huesos que todavía considero míos y con mi nombre. Atrás en el velorio estaba Marianne Toussaint, hija de la poeta, y su esposo Alejandro Sandoval, Saúl Ibargoyen y su esposa y otros poetas y esposos y esposas de poetas, escritores, críticos y funcionarios de cultura nacionales y del D.F. que quisiera olvidar pero no he podido. No nombrarlos sí puedo.
Mi café sin crema ni azúcar, entre que le muevo una vez o unas dos veces recuerdo que el poeta Mario Raúl Guzmán me presentó a Enriqueta Ochoa en su casa. Yo ya había leído tres de sus libros y quise conocerla con el gusto del descubridor de tierras nuevas. Ahí estaba en su pequeño departamento de la colonia Del Valle. Sentada y moviéndose con dificultad de su asiento al baño y de retorno lento. Platiqué con ella y, aprovechando que llevaba el poemario Bajo el oro de los trigos, se lo mostré para que me lo autografiara y puso algo así como “dedicado a Marco para que pronto encuentre trabajo y que todo vaya bien en la vida”. Cuánto trabajo es buscar trabajo, cantó el Rodrigo González. Vino tinto que llevó Marianne y plática agradable por todos los ahí presentes. Por desgracia llegué tarde a los talleres de poesía que compartía Enriqueta, no como Orlando Guillén, quien tuvo una buena maestra y poeta en ella, a quien dedicó un poema. Yo, un buen momento maravilloso al conocerla y después volverla a ver en Bellas Artes en donde le dieron la medalla de oro (que, dicen, aunque de eso nunca estaré seguro, era de plata) por parte del INBA. Pero en ese momento que pensaba si había sido de plata o de oro la medalla que le dieron a Enriqueta, se apareció como de la nada, con su color de cirio pascual, Juan Gelman. Estaba detrás de mí, junto al café. Lo saludé, saludé a su esposa; en lo que se servía el café le comenté mi pensamiento sobre la medalla de oro o plata, me miró como desde abajo de su nostalgia y me preguntó si eso era cierto. Le dije que sí hasta donde yo sabía (que al final era de saber muy poco). Movió su cabeza como si el vals de la tristeza tuviera otros pasos, y sorbió su café. Me preguntó cómo iba mi poesía. Le dije que muy sana y que en otro momento, si me dejaba su correo electrónico, le enviaría algunos poemas; o incluso, si quería, después podríamos vernos para entregárselos. Aceptó con la cabeza que parecía que lo arrastraba al sueño y dijo algo de un cigarro. Su esposa lo siguió, yo le di la mano para sellar lo dicho, lamentarnos por la muerte de Enriqueta y quedar para vernos en un futuro-futuro. (Su correo electrónico siempre revotó mis correos electrónicos.)
Regresé con los pies pegados a mi sombra; fui a ver a Enriqueta dentro del ataúd y le di mi adiós al cuerpo y mi bienvenida a las nuevas lecturas a sus poemas. No sé por qué pensé en la similitud que existe en la descomposición del cuerpo y en las instituciones de cultura de mi país.
Mi tercer Juan Gelman
La calle de Donceles, lugar en donde los libros usados y viejos hacen muros o montañas o torres en donde uno puede escalar realmente o con la imaginación. Donceles navegable, despegable, insoportablemente bella para los que tenemos los bolsillos vacíos de monedas pero llenos de libros. Una y otra vez recorro esa calle de largo a ancho y entro entraña adentro de sus pasillos históricos, poéticos, narrativos y demás, más y más temas locos, deschavetados, raros, místicos y hasta demoníacos temas para construirse otra personalidad cada que uno va a esos laberintos con minotauros o sin ellos. Me gusta ir especialmente a la sección de POESÍA, a mirar de reojo, a hojear, a hundirme en sus títulos y autores, a reír cuando uno de esos libros olvidados dice que fue Premio No Sé Qué De Cuál Año, perdido en la memoria de los poetas y de los miles de premios que existen. Y ahí el libro premiado agradece que alguien lo abra y por lo menos sacuda el polvo de sus premiadas hojas empolvadas. Definitivamente ningún premio te premia para toda la muerte. Ahí voy de la A a la Z, todos los autores por orden alfabético… uno se encuentra cosas tan bellas por feas, poemarios que alumbran: tan sólo le das un vistazo e inevitablemente cargas con él. También ocurre que uno abre un poemario y lee el verso que salta a la garganta, y a veces se va con uno en la memoria, y a veces se vuelve a tirar como un cigarro para apagarlo con la punta del zapato: todo brillo es efímero (si lo sabrán los cigarros y las efímeras). G, Garcilazo, Garza, Gelman, Gómez de la Serna, Gutiérrez Nájera, etcétera. Gelman, lo agarro, abro y encuentro razón para llevarlo. 20 pesos al contado y sin pedir rebaja, colección Práctica Mortal, CONACULTA, año olvidable. Bello libro porque en ese momento era necesario. Los poemarios, a diferencia de cualquier otro género literario, sirven por momentos y por otros momentos ya no nos dicen nada; lo mismo pasa con los poemas y pasa más a menudo con los poetas. A veces dejan de servir muy rápido, a veces duran un poco más, pero definitivamente es mentira que son inmortales. La muerte, igual que la poesía, tiene sus secretos no develados. Ante eso nadie, ni los poetas, pueden hacer nada, por mucho que lo intenten.
Llevo mi libro dentro de mi saco, bolsa, mochila o espíritu, no lo recuerdo. Y entre los brillos de la calle Donceles recién mojada por la lluvia, veo que de una puerta sale un humo delgado y caliente buscando la frescura del cielo. Del cigarro se desprende un esbozo de cuerpo, del hombre se desprende un nombre y del nombre sale un poeta, es Juan Gelman que se cubre de la lluvia que persiste en el aire. Le digo: “Hola Juan, qué haces?” Me dice: “y bueno... aquí esperando entrar al teatro de la Ciudad de México para escuchar la sinfonía Moctezuma de Vivaldi”. Me detuve junto a él como guardianes de la puerta y al mirar el arco colonial de la casa en donde estábamos vi el mascarón serio y observando el teatro y después vi a Gelman observar también el teatro como apurando el tiempo del cigarro y listo para entrar. En ese suspiro y distracción de la tarde saqué el poemario; se lo mostré, y le pedí que me lo graffiteara con su firma. Sonrió, dejó al cigarro conservar con su boca y firmó sin quitar su mirada triste que veía a la hoja pero también a todas partes. Me volvió a preguntar por mis poemas; comenté que ahí iban haciéndose, que después se los mostraría. Acabó la luz del día en el mismo instante que el fuego del tabaco. Me dio la mano, abrazo mexicano y un “nos vemos luego para seguir con el poema”. Gelman entró al teatro de la Ciudad de México y su poemario entró a mi lectura.
Hay poetas que se vuelven plateados con el tiempo.
Mi cuarto Juan Gelman
Lectura de poemas de Juan Gelman y Juan Manuel Roca. Interesante escuchar al primero con gusto; al segundo poeta… siempre hay que dudar de los segundos poetas. Y ahí vamos a un café-librería-foro cultural de la colonia Roma, Ciudad Mutante, D.F.
Convoca Iván Trejo, escritor y editor. Presenta dos poemarios, de los autores antes mencionados, publicados por su editorial. Muy interesante verlos, escucharlos y hojear las nuevas ediciones.
Teatro pequeño, bien iluminado, cortinas rojas, fondo negro, buen lugar para la poesía. Iliana y yo tomamos café mientras comienza el evento. Gelman llega en medio de los periodistas; Roca llega en medio de su comitiva. El editor, atento a que todo salga bien, igual que los que dirigen el teatro.
“Todos adentro”, dice una voz, pequeño tumulto al entrar pronto desvanecido y adentro estamos, a dos filas antes del escenario. Podemos ver hasta la marca de los zapatos que usan los poetas y el editor. Comienza Iván (con los nervios hablando por él) a hacer un recuento de vida literaria, de vida de exilio, de contra-vida y la obra. “¡Que lean, que lean!”, piden las múltiples señoras en edad de plenitud… “¡Que lean, que lean!”, cada vez las groupies son más y más grandes también: alguien perdió la dentadura con la emoción, pero no dejó de corear y de suspirar por cada uno de los poetas y de los poemas que leían los también adultos en plenitud –tanto poetas como poemas.
Ahora estoy absolutamente seguro de que algunos poemas sí envejecen con su poeta y su público. Me avergüenzo por cada suspiro coreado de las “viejitas” que no dejan que los poemas se caigan de malos, si no que los levantan en muletas de falsa admiración y de peor estilo por el gusto. Poemas tan evocativos que parecían verdaderos museos del horror en el recuerdo más chabacano y sensiblero/efectista que antes no había oído de Gelman. De Roca ya sé que es su estilo y no comulgo con él, pero Gelman se fue deshaciendo como la ceniza de los cigarros que fuma, no quedó más que el filtro cuando terminó de leer esos verdaderamente cursis poemas. En fin, tomamos buen café, los libros con buen diseño y nos enteramos de que la editorial está lanzando varios autores… eso, me imagino, salvó la noche. Por lo demás, me quedo con los primeros Gelman y sus primeros poemarios. Como escribiera alguna vez Luis Cardoza y Aragón: “Me quedo con alguna que otra bella página que haya escrito”. Eso fue todo.
Bonus trash
Hay poetas que, conforme uno los va conociendo, es difícil de creer en lo que se van convirtiendo o en lo que los van convirtiendo las instituciones o la “fama”. Recordemos que Juan Gelman fue uno de los poetas que Bolaño más o menos deja con piel después de la trasquilada que da con la clasificación de poetas en la novela Los detectives salvajes. Pero no me imagino qué pensaría Bolaño después de que Juan Gelman recibiera una medalla de oro por parte del INBA, CONACULTA.
El planteamiento, acompañado de una pregunta profunda sería: Si un poeta como Juan Gelman salió de su país (Argentina) a causa de la represión de un gobierno militar y asesino, y México lo recibe como recibió (y como sigue recibiendo a poetas, escritores, filósofos y todo tipo de intelectuales y artistas refugiados de todas partes del mundo), las preguntas serían: ¿Por qué recibe una medalla de oro de un gobierno mexicano que tiene en la última cuenta de seis años a más de 600 mil muertos y desaparecidos de forma violenta? ¿Por qué la recibió sin criticar nada ni a nadie sobre la mala administración y gestión cultural que da mucho a pocos y da poco o nada a muchos escritores, poetas y artistas de todo México? ¿Acaso su tristeza no se hermana con las familias mexicanas que han perdido sus trabajos o a sus familiares como él perdió a los suyos a causa de la similitud en el modus operandi que existe entre los gobiernos asesinos de Argentina y México? ¿Cuándo se le muere el ser crítico al poeta? ¿Por qué no simplemente dijo “No, gracias” y a seguir con algo de dignidad y ética?
En fin, son preguntas que espero hacerle a Juan Gelman cuando el destino o el azar me vuelvan a encontrar con él… No olvidemos que es posible cuestionar a los poetas; siempre con respeto, pero sin miedo.
P.D. Es igual de vergonzoso y creo que hasta gacho el que las glorias artísticas “contraculturales” que supuestamente eran Óscar Chávez y José Agustín también hayan recibido en su momento sendas medallas de “oro” o alguna condecoración del mismo gobierno mexicano asesino, sin que tampoco dijeran nada o hicieran algún pronunciamiento o queja o señalamiento. Creo que tanto smog apendeja de igual forma al ciudadano común y al intelectual encumbrado. ¡A tomar aire fresco, damas y caballeros, no vaya a ser el chamuco!
Marco Fonz
26 de enero del 2013
Quito, Ecuador
jueves, 17 de enero de 2013
Los Tzántzicos del blog de k- Oz
Ponencia presentada en el I Encuentro de Talleres Literarios
Alfonso Chávez Jara, CCE Riobamba 2006
Por: Alfonso Murriagui Valverde*
El 27 de agosto de 1962, firmado por Marco Muñoz, Alfonso Murriagui, Simón Corral, Teodoro Murillo, Euler Granda y Ulises Estrella, apareció el Primer Manifiesto Tzántzico. En un ambiente saturado por la beatería, inmerso en la "Sanfraciscana paz de los sepulcros", y en medio de las loas a los "ilustres intelectuales" pertenecientes a la aristocracia usufructuaria del poder, un grupo de jóvenes, la mayoría estudiantes de la Universidad Central, decide participar activamente en la vida cultural de Quito, especialmente en el campo de la creación poética, que venía siendo maltratada consetudinariamente por "poetitas" trasnochados, que no querían abandonar la poesía "lloriqueante, sensiblera y derrotista", que tanto éxito tenía en los círculos sociales del "romántico Quito" de los años cincuenta.
El Manifiesto no fue un exabrupto sino una constatación de la realidad cultural que vivía nuestro país a comienzos de los años 60; por eso en sus primeras líneas afirma: "Como llegando a los restos de un gran naufragio, llegamos a esto. Llegamos y vimos que, por el contrario, el barco recién se estaba construyendo y que la escoria que existía se debía tan solo a una falta de conciencia de los constructores. Llegamos y empezamos a pensar las razones por las que la Poesía se había desbandado, ya en femeninas divagaciones alrededor del amor, (que terminaban en pálidos barquitos de papel) ya en pilas de palabras insustanciales para llenar un suplemento dominical, ya en 'obritas' para obtener la sonrisa y el “cocktail” del Presidente¨
Alfonso Murriagui en su ponencia
Efectivamente, como lo afirma Agustín Cueva, en su libro “Entre la Ira y la Esperanza”, "los Tzántzicos aparecieron cuando en el Ecuador se había pasado de la literatura de la miseria a la miseria de la literatura y por eso su primera reacción fue la denuncia a los literatos y a la literatura, denuncia que, por supuesto, llevaba ya implícita la severa acusación social que luego formularían de manera directa."
Esa constatación del estado en que se encontraba el país en los campos del arte y la literatura, y las condiciones sociales en que se desenvolvía, conmovió a los jóvenes e irreverentes Tzántzicos e hizo que afirmaran:
"Estaba claro. - no somos extraños como para contentarnos con enunciar que Quito tiene un rosario de mendigos ni que Guayaquil afronta el más grave problema de vivienda de la América, no. Decidimos hacer algo, ¿Por qué? Quizá porque nunca hemos tenido un estudio con paredes revestidas de corcho para evadirnos de esa miseria circundante al arte por el arte; o quizá porque lo tuvimos y a pesar de todo algo nos gritaba, algo nos llamaba en forma urgente: ¿Un llanto, una esperanza de redención, un fusil? Quien sabe"; y añaden: "No decimos que encima de estos restos nos alzaremos nosotros. No. Se alzará por primera vez una conciencia de pueblo, una conciencia nacida del vislumbrar magnífico del arte. Será el momento en el que el obrero llegue a la poesía, el instante en que todos sintamos una sangre roja y caliente en nuestras venas de indoamericanos con necesidad de saltar, de combatir y abrir una verídica brecha de esperanza"..... Y terminan: "El mundo hay que transformarlo. Nuestro paso sobre la tierra no será inútil mientras amanezcamos al otro lado de la podredumbre, con verdadera decisión de ser hombres aquí y ahora.
TzántzicosQuito, 27 - VIII - l962"
Por ser un hecho histórico que requiere ser fijado con precisión, es necesario aclarar que Ulises Estrella está confundido cuando en su libro Memoria Incandescente, página 10, afirma: “Una noche, cuatro poetas (Leandro Katz, Marco Muñoz, Simón Corral y yo) decidimos realizar la primera presentación pública en abril de l.962, en el Auditorio Benjamín Carrión de la Casa de la Cultura, en el que bajo el título Cuatro Gritos en la Oscuridad, se leyó el Primer Manifiesto Tzántzico”, y narra a continuación el acto. Lo que no se dio cuenta Ulises es que, en su mismo libro, en la página 60, se publica un recorte de prensa del diario El Comercio de fecha 28 de Abril de l962, en el que se afirma, entre otras cosas: “En realidad se trababa de un recital de poemas de Leandro Katz, Simón Corral, Marco Muñoz y Ulises Estrella”. Esa noche no se leyó el Manifiesto; lo escribimos meses más tarde y sin la presencia ya de Leandro Katz, y lo leímos Teodoro Murillo, Marco Muñoz, Ulises Estrella y Alfonso Murriagui el 27 de Agosto de l.962, a las 7 de la noche, en el Salón Máximo de la Facultad de Filosofía, acto en el que distribuimos el Manifiesto: un plegable de 8 x 10 centímetros, impreso en cartulina gris y con la figura de una tzantza en la portada. Más aún, Cuatro Gritos en la Oscuridad, no fue “la primera presentación pública del grupo”, como afirma Ulises, pues ese suceso se dio dos semanas antes, en el Salón Máximo de la Facultad de Filosofía, con la participación de Marco Muñoz y Leandro Katz. (Datos tomados de la Revista Pucuna No. 1, aparecida en Octubre de 1962).
Como queda demostrado, la lectura del Primer Manifiesto no fue la iniciación de la actividad cultural y política de los Tzántzicos, puesto que, después de los Cuatro Gritos en la Oscuridad, en mayo de 1962, Leandro Katz y Marco Muñoz leyeron poemas en la Asociación de Artistas Plásticos y en ese mismo mes se produjo el primer signo de persecución: un recital que debía realizarse en el Teatro Sucre, organizado por los estudiantes con motivo de las fiestas patronales del Colegio Montúfar, fue suspendido abruptamente por orden del Rector del Colegio, 30 minutos antes de su iniciación, aduciendo que los jóvenes participantes eran “comunistas”.Luego, en el mes de junio se realizó un recital en la Universidad de Guayaquil y, en julio, en Quito, para los Empleados Municipales. En Agosto se hizo un recital para los trabajadores de la Fábrica Textil "La Internacional" y el 27 de ese mes, en el Salón Máximo de la Facultad de Filosofía de la Universidad Central, como queda dicho, se dio lectura al Primer Manifiesto Tzántzico.
Las intenciones políticas y sociales de los Tzántzicos están claramente definidas desde sus primeras actividades: rechazan los cenáculos y los salones elegantes y van a las fábricas, a las universidades y colegios, a las agrupaciones de artistas y asociaciones de empleados. Su intención es llegar masivamente a los estratos populares, tanto que utilizan, por primera vez en Quito, la radiodifusión para hacer conocer sus planteamientos: por Radio Nacional del Ecuador difunden un programa denominado “Ojo del Pozo”, en el que, dos veces por semana, leen sus textos y sus poemas. Y es más, sus inquietudes derivan hacia la discusión de los problemas sociales, pues organizan y participan en debates importantes como la Mesa Redonda, realizados en Agosto de 1962, sobre el tema “Problemática y Relación del Artista con la Sociedad”, en la que participan los destacados pintores nacionales: Oswaldo Viteri, Mario Muller, Jaime Andrade, Jaime Valencia, Hugo Cifuentes y Elisa Aliz y actúa como moderador el Dr. Paul Engel; y el Debate realizado en septiembre del mismo año sobre “La Función de la Poesía y Responsabilidad del Poeta”, en la que el expositor fue Jorge Enrique Adoum y la discusión estuvo a cargo de Sergio Román, Manuel Zabala Ruiz, Ulises Estrella y Marco Muñoz.La presencia de los Tzántzicos, como era de esperarse, despertó la furia de la burguesía y de sus recaderos; Agustín Cueva, en el libro "Entre la Ira y la Esperanza", lo reseña en los siguientes términos: "Ahora: odiado por los derechistas; detestado por los mini y microensayistas que le aplican la cobarde y sistemática represalia del silencio; ignorado por pontífices y periodistas 'sesudos' pero aplaudido en universidades, colegios, sindicatos, etc.; el tzantzismo, tierno e insolente, es, mal que pese a sus adversarios, la verdad de nuestra cultura (y el público así lo siente: los Tzántzicos son los únicos poetas capaces de tener lleno completo en cualquier local donde se presentan). Negación de toda retórica, es, a la vez, nuestra poesía y la imposibilidad actual de una absoluta poesía: es el germen y el fracaso de nuestra ternura; la dimensión exacta, auténtica, de un momento en que el artista toma conciencia del alcance social como de las limitaciones de la palabra. Por eso, entre el acto y el grito próximo al estallido, el tzantzismo se afirma como una forma de arte ceremonial y agresiva, destinada a vencer la capa de inercia, y la barrera opresiva- depresiva que le oponen los detentadores del poder socio-político".
Es necesario señalar que la actitud de los Tzántzicos, no fue dirigida exclusivamente al trabajo literario, fue, mejor, un pretexto para ejercer, con audacia, una actividad abiertamente revolucionaria, como lo señala Cecilia Suárez en su trabajo de investigación sobre los Movimientos Culturales: "El parricidio predominó sobre la tarea de diseccionar el pasado para deslindarlo y se orientó no solo contra las figuras y las obras de la cultura oficial, sino contra toda la tradición que representaba, por el hecho de serlo, el colonialismo, la conciencia feudal, la aristocracia, o la oligarquía. Con una actitud polpotiana, despiadada, implacable, combatieron y arrasaron con todo el pasado, lo negaron y lo invalidaron totalmente".
Efectivamente, los Tzántzicos no fueron ni diletantes ni oportunistas, su actitud respondió a una clara militancia política, adoptada, responsablemente y con absoluta convicción, ya que tenían muy claros los problemas sociales, económicos y políticos por los que atravesaba el país, América y el Mundo. En el Ecuador gobernaba una dictadura militar de coroneles, que clausuró el Café 77 y que los tenía fichados como “comunistas peligrosos”. No debemos olvidar que los años sesenta fueron los años de la eclosión revolucionaria. La Revolución Cubana acababa de liberar a la Isla de la dictadura de Fulgencio Batista y rompía con el Imperio, que trataba de controlar una revolución que había estallado a noventa millas de sus dominios y que amenazaba con extenderse por toda América. La figura del Che Guevara era nuestro ejemplo y las lecturas y discusiones sobre los problemas de esa Revolución se habían vuelto cotidianas.
Cuando los Tzántzicos Rafael Larrea, Raúl Arias y Alfonso Murriagui viajaron por América, hacia el sur, conocieron a Hugo Blanco y a Luis de la Puente Useda, en el Perú y cuando se encontraban cerca del Cuzco se enteraron del asesinato del poeta Javier Heraud, quien decidió “morir entre pájaros y flores”. En su viaje de regreso, en el tren que venía de Buenos Aires, en un vagón de segunda clase, conocieron a Benjo Cruz, cantor y poeta, quien meses después moriría en la selva boliviana, como integrante de la guerrilla organizada por el Che Guevara. Con Benjo acuñaron esa hermosa frase que dio la vuelta al mundo: “Somos hartos los que estamos hartos”, que fue el epígrafe del primer libro Tzántzico: “Treinta y Tres Abajo”, de Alfonso Murriagui. Todas las gentes que conocieron y todos los pueblos pobres y explotados que visitaron, fueron las bases suficientes para que se convirtieran en militantes activos de la lucha para cambiar el sistema de explotación y miseria que campeaba en nuestra América Mestiza.Sobre este tema creo justo y necesario reproducir el pensamiento de Rafael Larrea, Poeta Tzántzico y uno de los más altos valores de la poesía nacional, tempranamente fallecido. En el No. 2 de la Revista “Diablohuma”, del Centro de Arte Nacional, en un artículo titulado “El Poder de la Irreverente”, entre otras cosas afrma: “El movimiento tzántzico fue encontrando los elementos de su ideología y de su estética, en un proceso vital de cuestionamiento y revalorización de lo nuestro, del pasado, de la cultura universal. Desarrollamos el pensamiento crítico, adoptamos una actitud consecuente con las necesidades históricas de nuestro pueblo en marcha a su futuro de libertad, y pusimos todo empeño por dinamizar nuestra actividad”.
“Ubicados dentro de una corriente ideológica y estética de izquierda, sostuvimos la necesidad de una asimilación sustancial del marxismo, así como la imprescindible asunción de una estética coherente, para lo cual penetramos en la textura del naturalismo, del realismo socialista, del surrealismo, del dadaismo y más corrientes renovadoras. El estudio crítico de Nietzche, el existencialismo sartreano, la teoría de la enajenación de André Gorz, la experiencia de la premonición de los cambios evidenciada por Frantz Fannon en la revolución argelina, etc., también nos fueron útiles”.“El nuestro fue un arte militante, consciente y claro de sus cometidos. Esto marca una gran diferencia con movimientos aparentemente similares, como el Nadaísmo colombiano. Trabajamos con espíritu de cuerpo, desplegada nuestra sensibilidad y creatividad vivimos, actuamos, sentimos, produjimos, polemizamos, argumentamos, removimos y potenciamos. Pasamos de la etapa de la denuncia a la protesta y de ella a la propuesta, al esto-bello que concebíamos, en una estética probablemente no plenamente resuelta, pero nuestra”.
Raùl Arias interviene en el encuentro
“Todo esto representó un peligro para la estabilidad de los dogmas. Fuimos atacados con la lápida oficial del silencio; por cada reaccionario, como pudo. Pero, nunca esperamos otra cosa del enemigo. Recordamos al Quijote: “ladran, Sancho, luego, cabalgamos”. Fuimos y somos enemigos de los opresores, de los falsos estetas, de los falsos poetas, de la mediocridad y el servilismo. No pedimos ni esperamos su respeto, su solidaridad, su consentimiento. Todo ello, y en abundancia, nosotros lo encontramos en los ánimos, el calor, la fraternidad sencilla y directa, en el cuestionamiento y apasionado interés por todos aquellos para quienes nuestro verso era una agua esencial, por todos los que tienen sed de grandes cambios”.
Los Tzántzicos fueron políticos, militantes revolucionarios, sino todos, la mayor parte de ellos; no hacen falta nombres, fechas, ni partidos. Ellos lo saben, algunos después renegaron, se convirtieron en empleados o asesores del sistema. Esa fue precisamente la causa para el rompimiento del tzantzismo: el aparecimiento de “nuevas corrientes” que impusieron su oportunismo derechizante, que, por cierto, no lo habían perdido nunca y que les ha servido para llegar a las más altas dignidades de la cultura nacional, que incluyen jugosas prebendas y prósperos negocios.Uno de los más importantes actos políticos que realizaron los Tzántzicos, fue la organización de la toma de la Casa de la Cultura, realizada en Agosto de 1966, con el propósito de expulsar a las autoridades nombradas por la dictadura militar. En esta acción, que se la denominó posteriormente “revolución cultural”, se demostró su capacidad de lucha y de organización y junto a la Asociación de Escritores Jóvenes del Ecuador, la Federación de Estudiantes Universitarios (FEUE), la Confederación de Trabajadores del Ecuador (CTE) y la Federación de Trabajadores de Pichincha (FTP) lograron cambiar, aunque momentáneamente, las condiciones en que se desenvolvía la institución rectora de la cultura nacional que, al poco tiempo, volvió a caer en manos del oportunismo, como se señala en el No. 9 de la Revista Pucuna, febrero de l968: “Las últimas actitudes de Benjamín Carrión y Oswaldo Guayasamín no solo han cuestionado la autonomía de la Casa de la Cultura sino que evidencia claramente el fracaso político definitivo de las viejas generaciones inspiradas en principios liberales. Junto a la posición de Asturias, embajador de un gobierno que asesina patriotas en las calles, a las vacilaciones claudicantes de Neruda, constituyen el último estertor, el derrumbamiento catastrófico de una manera de ver, pensar, sentir y actuar, el colapso de un modo de enfrentarse con la vida y la cultura”... “El intelectual no puede eludir una respuesta sobre la política nacional y mundial, tiene que hacer efectiva su actitud de integración popular, aún a costa de su tiempo, su tranquilidad, su vida. La condición de un escritor o artista tiene que evidenciarse en su capacidad de lucha contra el orden imperante”.
Los Tzántzicos no solo fueron un grupo de poetas rebeldes y parricidas, fueron los iniciadores de un movimiento cultural que se ha prolongado a través del tiempo y que continuará mientras subsistan las condiciones de explotación y miseria que agobian a nuestro pueblo y el arte y la literatura sigan siendo producto de la elitización y de la colonización cultural. Tras ellos vinieron otros Grupos afines: el Frente Cultural, con la 'Bufanda del Sol', los “Canchis”, “La Pedrada Zurda”, en los años setenta; en los años ochenta los talleristas de "la Pequeña Lulupa", los “Matapiojo” y el Taller Joaquín Gallegos Lara del Centro de Arte Nacional, que lo construimos junto con Rafael Larrea y Alfonso Chávez, para continuar con la Unión de Artistas Populares del Ecuador (UNAPE), que todavía se encuentra en plena actividad en todo el país.
Nota de los editores k-Oz
Alfonso Murriagui, Quito 1929. Miembro fundador del movimiento tzántzico. Fue durante muchos años periodista y profesor de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Central del Ecuador. Durante 40 años, ha dedicado su vida a la defensa y difusión del Arte Popular. Actualmente sigue trabajando en poesía, narrativa y dramaturgia; es miembro del Comité de Redacción del Semanario Opción. Junto con Rafael Larrea y Raúl Arias, constituyen la tríada del movimiento de reductores de cabezas, que no devino al paso del tiempo, con la “cabeza reducida”.
lunes, 14 de enero de 2013
Los Infrarrealistas desde los ojos del poeta Ramón Méndez
Va un texto del poeta Ramón Méndez Estrada por aquello de seguir recordando para que el olvido no haga de nosotros números académicos y nos convierta en Poetas Vivos. Saludos Ramón por aquellas pláticas en el Callejón Condesa lugar de buenos libros y mejores amigos.
Como veo doy,
una mirada interna del Movimiento Infrarrealista*
Ramón Méndez Estrada
Con casi dos años de gestación desde la revuelta de 1974 en el taller de poesía de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde un grupo de jóvenes poetas insurrectos firmamos la renuncia del entonces coordinador, Juan Bañuelos, el Movimiento Infrarrealista nació a la luz entre fines de 1975 y comienzos de 1976, en un edificio de la calle de Argentina, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, donde vivía Bruno Montané.
La idea del nombre y la fundación de un movimiento contra la cultura oficial fue de Roberto Bolaño, entusiasmado por la poesía irreverente de algunos cuantos jóvenes que seguíamos frecuentándonos tras nuestra expulsión del taller de Bañuelos.
A fines de 1973 habíamos llegado a ese espacio de estudios poéticos Cuauhtémoc y Ramón Méndez, venidos de Michoacán, donde fundamos con otros jóvenes de entonces, en 1972, el Taller Literario de la Universidad Michoacana. Nuestro arribo al taller de Juan fue la gota que derramó el vaso, casi colmado, de la inconformidad que iban acumulando los alumnos del coordinador.
El método de estudio, rito repetido dos veces por semana, consistía en que los jóvenes leyéramos en voz alta nuestros incipientes textos, y luego nos criticáramos mutuamente. Pero eso no nos satisfacía. “Vamos a estudiar a los clásicos, Juan”, le decíamos. “Estudiemos el Siglo de Oro, danos algunas clases del soneto”, pero el maestro no tuvo interés, o no pudo, satisfacer nuestras demandas.
Entre aquellos jóvenes los más beligerantes eran Mario Santiago, que entonces aún no había adoptado el Papasquiaro, y Héctor Apolinar. Sus críticas irónicas, su mordaz sentido del humor, nos empujaban a todos a escribir más y mejor. A fin, una tarde de principios de 1974, Mario Santiago se presentó al taller con una hoja en que traía redactada la renuncia de Bañuelos, con esa caligrafía particular que caracterizaba al joven vate y, por supuesto, también con su muy singular estilo, irreverente y desparpajado, donde el maestro se autoacusaba de menopausia galopante y otras lindezas para dejar su puesto.
Juan leyó el texto, y mientras la mayoría de los talleristas suscribíamos la hoja su rostro cambiaba de color y él, con contenida cólera, nos decía: “¡Qué buena broma, muchachos! ¡Qué buena broma!” Quienes lo enfrentaron con más decisión fueron Mario Santiago y Héctor Apolinar: “No es broma, Juan, no te queremos. No sirves tú para estas cosas”.
Un grupo del taller llevó la renuncia, también firmada por Bañuelos, por supuesto, a la directora de Difusión Cultural, y ella contestó que Juan era un empleado y no podían correrlo. Propuso, en cambio, que los inconformes consiguiéramos otro coordinador, y que el taller se dividiera: de los dos días de la semana que correspondían a la clase, uno sería para nosotros y otro para el maestro. Prometió también apoyar la edición de una revista. Al poco tiempo, mediante una coperacha de los interesados, salió Zarazo 0, con poemas de los beatniks estadunidenses, de los miembros del movimiento peruano Hora Zero y de algunos de los revoltosos del taller de la UNAM. Aunque estuvieron formados otros tres números de la revista, nunca pasaron a la imprenta: Menos de dos meses después de la insurrección en el taller, una tarde nos encontramos con la puerta cerrada y fuera de la institución.
El hecho sirvió para que algunos de nosotros consolidáramos una amistad que creció con el tiempo en largas caminatas por la ciudad y noches de juerga y de poesía. En el camino, se quedó la intención de fundar el Vitalismo, en que nos empeñamos algunos, entre ellos José Vicente Anaya, que no visitaba el taller de Juan en el tiempo de la revuelta.
Una madrugada de 1975, agotadas las reservas del espirituoso que compartíamos y cansados de vagar por las calles del centro de la Ciudad de México, Mario Santiago me invitó a visitar a un amigo suyo: Roberto Bolaño, quien vivía en un vetusto edificio cerca de la estación Cuauhtémoc del Metro. La recepción de Roberto no fue muy cordial que digamos, pues lo interrumpíamos de su diaria jornada de redacción creativa mañanera, que cumplía con el rigor de un burócrata sujeto a reloj checador. La conversación no fue muy larga, pero sí muy intensa. Cuando Santiago y yo salimos de la casa de Bolaño lo habíamos convencido de nuestra subversión vital contra el oficialismo de la cultura, y nos había comparado con los beatniks: “Tú eres Ginsberg –le había dicho a Santiago‑, y éste es Corzo: son los beatniks de México”.
Poco después –semanas o meses‑ Mario Santiago me informó que, entonces sí, estaba en puerta la constitución de un movimiento poético rebelde, el Infrarrealismo. En el camino, entre la frustrada creación del Vitalismo y la llegada del Movimiento Infrarrealista, se habían quedado desperdigados nombres valiosos: Kyra Galván, Lisa Johnson, Mara y Vera Larrosa, y otros que no recuerdo.
Idea de Roberto, la explicaba como una metáfora: a quienes cometimos el pecado de rebelarnos contra una de las glorias nacionales de la poesía nos tenían vetados en todas las publicaciones y espacios culturales de México; decía que éramos como soles negros, de esos que no se ven pero que atraen la luz, materia condensada a tal grado que hace caer a la energía por su peso, y auguraba que nosotros haríamos la literatura clásica de nuestro tiempo.
Seducidos por el poeta chileno, fundamos el Movimiento Infrarrealista. Después de la larga gestación, el parto fue alegre y mucho el entusiasmo con que nos proponíamos volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial. Había muchos artistas sumados a la subversiva intención. Si no me traiciona la memoria, la noche de la constitución estábamos en la casa de Montané entre 30 y 40 personas, la mayoría jóvenes, hombres y mujeres, músicos, pintores, narradores, poetas... La mayoría desertaron. Roberto y Bruno se fueron a España, a donde también más tarde se fue Edgar Altamirano; el hermano de éste, Óscar, permaneció en Guerrero, y ahora vive en el Estado de México; Rubén Medina se fue a Estados Unidos; Jorge Hernández Piel Divina a Francia, y así, por los caminos del mundo. Unos se iban, y llegaban otros: José Rosas Ribeyro y Margarita Caballero; José Margarito Peguero y Guadalupe Ochoa, antes de la partida de Rubén. Pedro Damián se sumó después. Apolinar no llegó siquiera a la fundación: se lo tragaron los Comités Laborales. Darío Galicia y Julián Gómez, que no estuvieron en la revuelta contra Juan Bañuelos pero al parecer recibieron invitación de Mario Santiago, no aceptaron sumarse al infrarrealismo.
El camino ha sido largo y difícil. A Zarazo 0 siguió Pájaro de calor, Correspondencia Infra, la volada antología Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego (que generó la única pelea de Julián Gómez con Mario Santiago), publicaciones todas donde no están todos los que son ni son todos los que están. En el transcurso, hubo irrupciones infras en recitales de poesía oficial que nos valieron en los medios de comunicación críticas y calumnias. Entre todo, la negación constante: los poetas infrarrealistas no existimos para la oficialidad más que como una leyenda de revoltosos.
Pero ha habido satisfacciones. Una noche que conversábamos en voz alta en el café La Habana mientras bebíamos unos tragos, se acercó a nuestra mesa un muchacho, Tulio Mora, y nos preguntó si éramos los infrarrealistas. Él pasaba por México con camino a Perú y dijo que después de tres meses de inútil búsqueda se había convencido de que éramos un cuento que circulaba en Francia y en España; se quedó entre nosotros varios meses más y ya publicó, en Perú, una antología horazeriana e infrarrealista. Y en 1989 llegó a Morelia un joven alemán cuyo nombre no recuerdo, en busca de Cuauhtémoc Méndez, cuyos textos había leído en checo, en Europa; iba rumbo a Brasil, en persecución de un amor, y decidió detenerse en México para conocer a un poeta que lo había asombrado.
En la década de los 80 trabaron relación con nosotros los hermanos Guzmán (Iván, Mario Raúl y Mauricio, y más tarde Eduardo). Mario Raúl publicó unas hojitas monográficas de poesía, Calandria de tolvañeras, algunas de las cuales fueron de infrarrealistas. Después algunos libros, y tres números de la revista La zorra vuelve al gallinero.
Poco antes de morir, Mario Santiago emprendió con Marco Lara Karhk un proyecto editorial en que se publicaron, además de otros varios, tres folletines y un libro de infrarrealistas: Beso eterno y Aullido de cisne, de Mario Santiago Papasquiaro; Estrella Delta Escorpio, de Pedro Damián, y Al amanecer de un día Dos Lagartija, mío. Antes Pedro había publicado Sexto paladar, premiado en Tijuana, y yo El paso de los días, auspiciado por la Universidad de Zacatecas.
Mario Santiago Papasquiaro murió atropellado, a principios de 1998, en el Distrito Federal, y entonces muchos plumíferos oficiales, aprovechando la ocasión, hablaron del infrarrealismo y la avasalladora personalidad del vate de Mixcoac, y en julio pasado, cuando se dio la noticia de que el poeta y novelista chileno Roberto Bolaño había muerto en España, le dieron vuelo otra vez a ese cuento francés que somos los infrarrealistas, la leyenda de los soles negros que se comen la luz.
Y los que no existimos hablamos así al mundo, y los poetas de la oficialidad tiemblan con sus patas de barro, sus mentes faltas de claridad, sus libros incoherentes, sin nada más que metáforas vanas. Nos vamos viendo al tiempo, porque viene por ahí la publicación de libros inéditos que varios tenemos, y la antología infrarrealista, cuyo nombre debemos al poeta guatemalteco Carlos Illescas, a quien alguna vez platicamos el proyecto con varias propuestas para el título y nos dijo: “De una vez póngase Nosotros los clásicos”.
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* Publicado en La Jornada Morelos el 9 de marzo de 2004.
viernes, 11 de enero de 2013
Uno de Guillermo de Torre
EL ARTE DE SER JOVEN
Pero ¿quiénes son éstos? La especificación merece algún rodeo. Ser joven, así, a secas, no significa absolutamente nada. Es algo inevitablemente biológico. Todos lo han sido, lo son, o están en trance de serlo -con arreglo a la partida de nacimiento corpóreo, ya que no espiritual-. Ahora bien, lo difícil, lo que muy pocos consiguen, es ser dignos de la juventud, “saber llevar” esta edad, no como una rosa en el ojal, sino en la obra: inyectar en ésta la palpitación virgen, el estremecimiento creador que les posee, para quedarse después erguidos y alertas, dispuestos a nuevas y frescas acciones y reacciones ante la vida.
Mas no se infiere de estas restricciones que propendo a disminuir el papel de la juventud, movido de un prurito desconcertante contra los jóvenes, contra aquellos que inevitablemente están a mi nivel en el tiempo, ya que no en el espacio de las intenciones. Aspiro únicamente a precisar el concepto de la juventud auténtica, marcando sus diferencias con la apócrifa. Si la fórmula aforística fuese válida, yo diría que la juventud auténtica es aquella que permaneciendo perfectamente consciente de sus dotes pone una discreta elegancia en no hacerlas sentir demasiado; mientras que, por el contrario, la juventud apócrifa se nos muestra -sea cual sea la edad en que encarne- con un impuro descaro exhibicionista.
Porque la explotación de la juventud puede ser tan impura como la explotación del éxito o de la senectud. Ningún joven verdadero deberá convertirse en un empresario de eso con que los apócrifos especulan pomposamente llamándolo “mi juventud”. Porque ¡hay tantos jóvenes apócrifos y hay tantas juventudes equivocadas o sumidas en una prematura senectud! Precisamente, así en España como en América, ¡se ha entendido tan mal el deber de esa edad juvenil! Las sirenas del pretérito, del conformismo, ululan siempre con demasiada fuerza en los puertos de embarque juveniles. Recordaré siempre el caso de aquellos pintores aprendices en la Academia oficial madrileña que, en cierto momento, para asegurar la salvación de su ánima, se apresuraron a declarar espontáneamente y orgullosamente que ni el cubismo ni ninguna otra de las modernas fórmulas pictóricas habñia llegado todavía a ellos... afortunadamente -subrayando con una inocencia especial esta última palabra: afortunadamente-. Que es como si un jefe de estación dijera que el tren X que hacía quince años que debió llegar allí, no había llegado aún “afortunadamente”.
Con todo, lo urgente es dignificar la “edad de oro”, la “edad ingrata” o la edad sin memoria -o como se guste llamarla- de la juventud. Es un espectáculo bochornoso el que ofrecen esos jóvenes, que a veces ya no lo son, y que cifran toda su presunta novedad en el hecho de aplicarse escrupulosamente al calco de los modelos encontrados en la guardarropía de sus antecesores inmediatos; o bien en repetir hueramente con un acento de “tradicional” -lo llamo así por desacrediado- anarquismo cuatro borrosos latiguillos, hablándonos de los fueros de la juventud, de la “necesidad de exterminar a los viejos” y fáciles canturrias de esa índole. La actuación de esos individuos que he llamado antes “antropopitecos enmascarados” hace lícitas y justificables aquellas irónicas palabras de Cocteau cuando afirmaba que “los jóvenes son casi siempre los campeones de una vieja anarquía, con cuyos gruesos conceptos se llenaban la boca y los oídos”.
Con esta admonición a los jóvenes que se dejan arrastrar por la fácil pendiente del conformismo o del iconoclastismo -ambas son igualmente reprobables- no pretendo vulnerar susceptibilidades, sino señalar riesgos y evitar peligros. Ortega y Gasset ha dicho que existen épocas de viejos y épocas de jóvenes: épocas acumulativas y épocas eliminadoras y que la actual es una generación desertora. Sin contradecir -dada la perspectiva general que dicta tal aserción- más exacto me parece apostillar que dentro de toda generación caben dos fases: fase destructora y constructiva: eliminadora e integral. En la primera fase es permisible que la juventud se arrostre salutíferamente a las más encrespadas negaciones, sienta la duda cartesiana de todo y emprenda el replanteamiento radical de los problemas espirituales y estéticos. Esta actitud no implica un libertinaje nefado; al contrario, facilita el primer paso hacia una afirmación nueva, hacia un sistema de verdades intactas, hacia un orden nuevamente estructurado. Recordaré esta frase: “Toda afirmación profunda necesita ir precedida de una negación profunda” -decía sutilmente el agudo revelador del Secreto profesional.” “Destruir es construir” -. Y yo agregaría: quien no pretende edificar nada no tiene por qué derribar ninguno de los iconos más o menos respetables que le legaron sus antepasados.
Pero tal fase previa ha de ser prontamente superada. Quedarse en ella es signo de inanidad. Rebasarla es signo de vitalidad, posibilidad de pervivencia.
Guillermo de Torre
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