viernes, 10 de junio de 2011

La mafia literaria mexicana según Benedetti

El texto de Mario Benedetti sobre La mafia literaria mexicana es más vigente de lo que imaginamos. Con algunos detalles como: Benedetti creía que las nuevas generaciones de escritores en México se salvarían y serían críticos sobre la mafia, en eso se equivocó un poco. Los jóvenes escritores, la mayoría, no sólo no son críticos sino se han adherido a la mafia literaria mexicana como madre y educadora de sus escritos y de sus vidas. Los muralistas fueron a sí mismo una mafia. López Velarde sigue siendo el “gran poeta” y eso nubla la visión crítica. Y así otros detalles que hacen que el texto se vea superado por la realidad pero es bueno leerlo para continuar con la crítica y la autocrítica.



La mafia literaria mexicana




Mario Benedetti





Después del esnobismo crítico y el frívolo internacionalismo, impuesto durante largos años por la llamada mafia intelectual, los escritores mexicanos por fin se han puesto serios y han empezado a discutir sobre algunos temas tan importantes como la relación entre el escritor y la política, o nacionalismo y cultura mexicana. Con bastante atraso han empezado a llegarnos algunas instancias de esa polémica, y en las mismas es posible reconocer ciertas cicatrices que aquella frivolidad y aquel esnobismo dejaron en la vida cultural mexicana; cicatrices visibles aún ahora, cuando las circunstancias obligan a una reflexión más rigurosa y madura.
La verdad es que Tlatelolco (1968) y Corpus(1971) no sucedieron en vano. Por lo general, en cualquier rincón del mundo, las muertes del pueblo sirven, entre otras cosas, para congelar la risa superficial, el humor fácil, el cinismo irónico. Es evidente que en México ha pasado algo así, y ello representa un saldo positivo, sobre todo si se considera que la liviandad y el mariposeo de la “zona rosa” (barrio de la capital, dependiente en grado sumo de la moda y las manías internacionales) eran casi insultantes con respecto al México de analfabetismo y miseria, de discriminación y subdesarrollo, que apenas sobrevive junto al México poderosamente industrial y de copiosas inversiones norteamericanas.
La mafia mexicana fue –y todavía sigue siendo- una experiencia casi única en América Latina. Octavio Paz es su dios; Carlos Fuentes, su profeta. Entre sus miembros más conspícuos figuran el pintor José Luis Cuevas, y escritores tan talentosos como Carlos Monsivais, Juan García Ponce, Fernando Benítez, Tomás Segovia, Salvador Elizondo, José Emilio Pacheco, Marco Antonio Montes de Oca, y prácticamente la primera línea de laliteratura mexicana más publicada y publicitada. Tanto en sus diálogos (públicos y privados) como en sus textos, la mafia usó un lenguaje que tenía sus claves, y de alguna manera hacía cómplices a sus miembros, de una actitud que llevaba implícito un menosprecio hacia las masas populares y sus reacciones primitivas o despojados silencios. Por otra parte, la sede natural de estos escritores no era Puebla o Guanajuato, sino la equidistante París. La “zona rosa” es en rigor una nostalgia europea.
En la mayor parte de las obras de estos literatos comparecía un México en crisis, y eso llegaba a ser una virtud notoria en libros como La región más transparente y sobre todo en La muerte de Artemio Cruz (sin duda, lo mejor de Carlos Fuentes), pero cuando leímos por primera vez esos textos fundacionales de la mafia, alcanzamos a ver un rasgo que hoy aparece nítida y retroactivamente iluminado por todo un quehacer posterior: a aquella crisis mexicana no se le buscó una solución mexicana. La mafia arremetió, no con furia, sino con corrosiva burla, contra el hieratismo y la retórica de un nacionalismo post revolucionario que se había quedado en una hueca solemnidad. Pero en vez de propiciar, junto al descarte de ese populismo, de ese patrioterismo falso, su reemplazo por ahondamiento en las tradiciones más aleccionantes, propuso una solución contraria y extrema: la disolución en un internacionalismo vistoso y prometedor, que no sólo incluyera la ventaja de convertir a los escritores en los hierofantes y administradores de un deslumbramiento mayor, sino que también les asegurara fama, traducciones, premios, becas, viajes, promoción publicitaria. El célebre boom fue en realidad una prolongación internacional de la mafia; y no es casual que los mexicanos hayan sido sus más fervientes y eficaces promotores.
Crear una literatura internacional era poco menos que una motivación ideológica de la mafia, y fue así que la “zona rosa”, si bien no contagió sus tonalidades a las distintas capitales latinoamericanas, sí en cambio logró extenderlas a algunas ciudades europeas, especialmente París y Barcelona, donde un creciente grupo de literatos latinoamericanos construye, en internacional placidez, poemas calificados y novelas experimentales, sin prejuicio de opinar intermitentemente sobre la realidad política de estas pródigas tierras, de cotidiano riesgo.
Carlos Monsivais, una de las figuras más prestigiosas de la mafia, había reconocido, con la debida anticipación, que era tiempo “de deshacernos de ese nacionalismo de peso muerto, de darle vida a un sentido internacional de nuestra literatura (…); de olvidarnos un poco de nuestros manuales de historia y enterarnos ya de que el conflicto no consiste en oponer siempre un indígena de museo de antropología a una siempre hispánica afrenta a la madre, ni en buscarle mita y mita de motivaciones al mestizaje, sino en elaborar una cultura a la que deje de preocuparle de dónde viene y empiece a interesarle a dónde va”. ¿A dónde iba, pues?
El diario La Opinión, de Buenos Aires, ha reproducido en estos días las respuestas de Octavio Paz, Tomás Segovia y Carlos Fuentes, a una encuesta que organizara la revista Plural sobre el tema: “ El escritor y la política”. No hay, empero, en las tres respuestas, un total acuerdo, y éste ya es un primer síntoma de que algo está ocurriendo con la mafia. En tanto que Paz y Segovia se declaran decididamente partidarios de la marginalidad lisa y llana del escritor, Fuentes en cambio propone otra variante: la crítica permanente. Tal vez una marginalidad que no dice su nombre. Para entender cabalmente la postura de Fuentes, hay que conectarla con un extenso artículo publicado hace unos meses: “Opciones críticas en el verano de nuestro descontento” (Plural, No. 11, agosto 1972), donde sostiene que el “único apoyo que un escritor sabe que puede dar a su comunidad se llama crítica, crítica como razón, conocimiento y repertorio de opciones, crítica contra la irracionalidad, dogmatismo y obstrucción de caminos”. Sin embargo, hay en las tres posturas un rasgo común: su tendencia a medir la realidad mexicana con antecedentes extranjeros. Para estos tres miembros destacados de la mafia, tienen evidentemente mayor peso, en el trance de juzgar el presente de su país, la invasión soviética a Checoslovaquia, y el estalinismo en general, que la matanza de Tlatelolco. (Aclaro que no me olvido de la Posdata de Paz no de algún artículo de Fuentes; simplemente me refiero a los textos de la encuesta.)
En esta nueva era de la autoindagación mexicana, Paz, Fuentes y Segovia están a tal punto preocupados por el estalinismo (una preocupación que de a ratos asume caracteres de deslumbramiento pesadillesco), que uno no puede menos que pensar si esa obsesión no será, después de todo, una nueva muestra de la alienación que siempre padeció la mafia frente al extranjero. No olvidar que el estalinismo también es europeo. Encandilados por lo que juzgaban positivo en la cultura europea, también padecen el mismo deslumbramiento frente a lo negativo. Sólo así puede comprenderse que se mencione el estalinismo con una suerte de pánico visceral, sin que por cierto ese mismo pánico los asalte (al menos, con igual intensidad) cuando deben enfrentar un peligro que en estas latitudes parece más cercano y más temible: el imperialismo norteamericano.
Ya que Paz y Segovia postulan la marginalidad del escritor frente al fenómeno político, cabe señalar que aquel incurable terror ante el estalinismo quizá sea también una forma de automarginarse, ya que significa buscar desesperadamente una culpa lejana y externa para fabricar con ella un abrumador alerta. Por lo menos parece algo desproporcionado para un medio como el latinoamericano, que si bien no ha sufrido hasta ahora (con la excepción de algún ruedo partidista, en tiempos que no son precisamente los actuales) los rigores del estalinismo, sí padece en cambio, ya no a nivel de partido, sino de continente, la presión y el pillaje del imperialismo.
“Como escritor”, dice Paz, “mi deber es preservar mi marginalidad frente al estado, los partidos, las ideologías y la sociedad misma”. Segovia, por su parte interroga: “¿Quiere decir que toda actitud de un escritor debe ser indiscriminadamente negativa? No, quiere decir que debe ser desde fuera.” Ahora bien, ¿por qué el escritor y no el empleado bancario o el obrero? Si otros gremios decidieran por su cuenta (pensamos que no hay razón para que los escritores tengan ese derecho en exclusividad) marginarse de la sociedad; si otros gremios decidieran mirarlo todo desde fuera, ¿quiénes, según ese planteo, estarían obligados a permanecer dentro del área social a fin de llevar adelante la lucha de clases? ¿O acaso los escritores abolirían la lucha de clases? La pretensión de marginalidad para el escritor es tan absurda como injusta. Pero quizá provenga de un pesimismo fundamental. Segovia llega a definir al pueblo como “el que no tiene el poder”, y, por si nos quedaran dudas acerca de su falta de confianza histórica, agrega luego: “No gobernar es para el pueblo un derecho”. ¡Aviados estaríamos si, por estas latitudes, padeciéramos tales inhibiciones! Justamente creemos (y ése es el sentido y el acicate de nuestra lucha) que el pueblo debe adquirir, y luego defender, su derecho a gobernar. Es curioso, además, que con semejante derrotismo, Segovia se autopostule como escritor de izquierda. Por un lado empareja las acepciones de pueblo y escritor, pero por otro dice que la esencia del pueblo es negativa, y que el pueblo sólo es “objeto del poder y de la política”. Hay que pensar entonces que su presunta ideología es un izquierdismo con vocación de derrota. O sea un izquierdismo sin razón de ser.
Nosotros por el contrario creemos que la esencia del pueblo es claramente positiva, y que el pueblo debe llegar a ser sujeto del poder y de la política. ¿Qué otra cosa es, después de todo, la dictadura del proletariado? ¿También en esa eventualidad el escritor se automarginaría y vería el acontecer político desde afuera? Ojalá que ese absurdo no se propague en ningún país de América Latina. Ni tampoco en México, por supuesto, donde ya hay síntomas de que la mafia está empezando a ser sobrepasada por el proceso político. Quizá la mafia quede fuera; pero a esta altura ello no significa obligatoriamente que los escritores jóvenes (y algunos no tan jóvenes) acepten para sí mismos aquella propuesta de marginalidad.
Tal vez ocurra algo similar con el nacionalismo. Es admisible que los miembros de la mafia hayan reaccionado en su momento (siguiendo en ello la actitud antinacionalista del grupo Contemporáneos) contra el patrioterismo populista y estéril que siguió al legítimo nacionalismo revolucionario de pintores como Orozco, Rivera y Sequeiros; novelistas como zuela y Guzmán; poetas como López Velarde; ensayistas como Vasconcelos. Pero el hecho de que la retórica oficialista y su contexto hipócrita hayan desvirtuado aquella búsqueda de una auténtica cultura popular, no justifica que los miembros de la mafia entronquen, así sea inconscientemente, con el europeísmo porfiriano de tan abyecta memoria. Como bien señala Abelardo Villegas en un artículo también reciente (“El Ateneo y la mafia, dos formas de cultura mexicana”, en Revista de la Universidad de México, vol.XXVI, No. 10, junio 1972) pero ya demostrativo de una nueva actitud frente al tema, ese europeísmo “no constituía ciertamente nuestro ingreso al universalismo o internacionalismo cultural, era más bien el trasunto cultural de la entrega nacional a las grandes potencias europeas y a los Estados Unidos”. Frente a esa situación, agrega Villegas, “el nacionalismo de la cultura revolucionaria constituyó un acto de sinceridad, de reconocimiento de nuestra situación real para revalorarla en unos casos y para superarla en otros. Sin embargo, también es necesario aclarar que los mejores representantes de ese nacionalismo no se constituyeron en buscadores del color local, sino que trataron sinceramente de insertar la cultura mexicana en la cultura universal.” ¿Qué otra cosa hizo Juan Rulfo en los años cincuenta? ¿Qué otra cosa hizo en la siguiente década el propio Fuentes, con La muerte de Artemio Cruz? ¿O un novelista como Sergio Galindo en El bordo y La comparsa? ¿O poetas como el Jaime Sabines de Tarumba, o el Efraín Huerta de El Tajín?
Por otra parte, y Villegas lo señala sin tapujos, durante una década y más, los integrantes de la mafia criticaron verbalmente los sucesivos gobiernos del PRI, pero sin embargo, toda la vida cultural mexicana (mafia incluida) vivió de las generosas prebendas del estado. Y aquí no se trata de la situación que impera en los países socialistas, donde la actividad cultural, como toda actividad, depende del Estado. En México, la empresa privada tiene un incremento cada vez mayor, y, en medio, de ampulosas invocaciones a la revolución de Madero, el sistema capitalista consolida diariamente su ley y su trampa. Como señala Villegas, “algunos miembros de la nueva cultura han criticado mucho la antigua alianza entre el Estado y los hombres de cultura de la revolución, pero cuando el mismo Estado les ha ofrecido a ellos su patrocinio no lo han rechazado, alegando que no hay contradicción entre su afán de autonomía y la consagración y seguridad económica que ofrece tal patrocinio. En México, el estado crea premios de ciencia, de artes, de literatura; dispone del organismo de más alta consagración cultural, el Colegio Nacional; hace cultura a través del Instituto Nacional de Bellas Artes, del Seguro Social, de diversas oficinas de la secretaría de Relaciones Exteriores; patrocina abierta o subrepticiamente una serie de publicaciones; y está en la posibilidad de ofrecer puestos burocráticos paraculturales a intelectuales o artistas que no encuentran en su oficio suficientes medios para subsistir o que quieren aumentar tales medios. En una palabra, el centralismo mexicano también obra en el sistema de las instancias de legitimación cultural”.
De todos modos, parece muy saludable que estos temas comiencen a agitarse en el ambiente cultural mexicano. Y sobre todo que se agite sin los tics de frivolidad, sin la obligación de ingenio fácil, sin el lenguaje esotérico, que en los últimos diez años habían caracterizado la vida intelectual mexicana. En términos ya no literarios, sino humanos, todo es recuperable, y no hay por qué descartar que la mafia aprenda algún día su lección de humildad. Pero sobre todo no hay que descartar que esa experiencia detonante, espectacular, fragorosa, sirva como incanjeable lección a los jóvenes intelectuales y artistas mexicanos, y los acerque definitivamente a los más auténtico y más válido de la literatura mexicana actual. Me refiero a Juan Rulfo, autor de dos libros excepcionales (El llano en llamas y Pedro Páramo), haya continuado esa faena impar. Pero ¿a nadie se le ha ocurrido pensar que el gran mariachi armado por la mafia puede haber sido factor de inhibición para el mejor narrador de América Latina? A esta altura, y aunque las condiciones cambien, ya parece difícil que el creador de Comala retome su mundo prodigiosa e inevitablemente mexicano. Tengo confianza, sin embargo, en que el tan aguardado “tercer Rulfo” sea en definitiva escrito por los jóvenes que no sólo pasaron por Comala, sino también por Tlatelolco.

(1972)